¿Quién se robó la Navidad?

En la actualidad, la Navidad es una de las celebraciones más anticipadas del año: desde septiembre es posible encontrar árboles, luces y todo tipo de decoraciones alusivas a la fecha. Sin embargo, lo que alguna vez estuvo asociado con valores como el amor, la generosidad, la fe y la esperanza, se ha transformado en un potente motor comercial.

Hoy, el afecto parece medirse en el tamaño o el precio de los obsequios que las personas acostumbran a intercambiar en esta temporada, y quien no participa en esta lógica de intercambio material es visto como alguien “falto de cariño” o “mala persona”. Así funciona la lógica del mercado aplicada a una festividad que, en su origen, nada tenía que ver con el materialismo desbordado que hoy la caracteriza.

De una celebración religiosa —especialmente para los católicos, basada en el nacimiento de Jesús— y de un espacio de convivencia familiar, la Navidad se ha convertido en un evento dominado por el consumismo. Las cifras de gasto se disparan, muchas personas compran más de lo que pueden pagar y la mercadotecnia aprovecha la ocasión para bombardear con mensajes que reducen el afecto a un sinfín de compras que se consideran “normales” y “esperadas” en esta época del año. La Navidad como “celebración global” ha permitido a las marcas apelar a audiencias de culturas muy distintas con un mensaje claro: amor y afecto = a consumo.

Es cierto que las acciones de “dar” y “compartir” han estado presentes en las tradiciones navideñas desde hace siglos, pero no desde una perspectiva comercial. En la Edad Media, por ejemplo, se celebraban banquetes comunitarios y rituales de convivencia que reforzaban lazos sociales. El intercambio de regalos y la decoración de árboles llegaron más tarde, influenciados por costumbres de otras regiones, pero sin el carácter mercantil que hoy los define.

El problema no es la existencia de estas prácticas, sino la manera en que se han vaciado de significado. Pensar que el amor o el aprecio se compra, es una de las victorias más contundentes del modelo neoliberal, donde todo tiene un precio, todo está en el mercado y el afecto también tiene signo de pesos. La sociedad se ha acostumbrado a creer que lo valioso de estas fechas va más allá de la convivencia familiar: lo que interesa es dar obsequios costosos para recibir algo proporcional. Poco importa si las relaciones interpersonales son frágiles o si la convivencia con el círculo cercano no es la mejor; con “un regalito” —aunque sea momentáneamente— se olvida todo. Este comportamiento ha propiciado que desde temprana edad, las personas se vuelvan materialistas y valoren positivamente la Navidad si han recibido muchos regalos.

Quizá lo que necesitamos es recuperar la razón de ser de estas fechas. Para quienes siguen creyendo en las tradiciones religiosas, la Navidad debería ser un momento de introspección, reflexión y autocrítica: pensar en qué se puede cambiar, cómo ser mejores personas en los diferentes roles que se tienen en la vida diaria; madre, padre, hijo, estudiante, compañero de trabajo, vecino, ciudadano, etc., así como recomponer relaciones fracturadas y acercarse a quienes se han distanciado.

La verdadera amistad y el verdadero aprecio no se compran, se demuestran con hechos y en el día a día. No se limita a un mes del año, pues es más fácil “desbordar generosidad” en una fecha en específico, antes que mantener una conducta y acciones favorables todo el año. Los cambios personales no cuestan dinero, pero sí requieren voluntad, empatía y compromiso.

Siendo realistas, detrás de lo que hoy se celebra, existe un enorme puñado de empresas que elevan sus ganancias gracias a quienes siguen sin cuestionar o resignificar el porqué de esta temporada. Además, no podemos ignorar el impacto ambiental de esta dinámica: la Navidad, también se ha convertido en una época de basura. Bolsas y envolturas que se usan apenas tres minutos y sabemos dónde terminarán. En un mundo que pide a gritos modificar nuestros hábitos de consumo, seguir alimentando esta lógica de desperdicio en nada ayuda.

La Navidad no debería ser un negocio, sino un recordatorio de que las buenas acciones que a nivel personal y colectivo hacen falta, no se consiguen en un centro comercial y mucho menos se envuelven en papel. Un verdadero regalo, es la convivencia sincera, sin falsedades e hipocresías; lo demás son estrategias de venta que vacían esta y otras fechas de sentido, y llenan de desechos un planeta que ya no aguanta más.

Hoy, más que nunca, necesitamos recordar que este mes no es un escaparate de consumo, sino la oportunidad para reconstruir relaciones y fomentar una sociedad más humana, fraterna y solidaria.