POR QUÉ DICIEMBRE HUELE A INFANCIA

Sólo le queda una hoja al calendario y eso significa que el aire comienza a oler distinto. Hay un momento en el año en el que cuando llega el frío, éste no solamente acompaña, sino que parece anunciar que se acerca algo bueno. Ahí te das cuenta de que se avecina el puente de diciembre y con él regresa la liturgia más íntima que repetimos año tras año: poner el belén, vestir el árbol y dejar que los villancicos suenen despacio, como quien vuelve a casa después de mucho tiempo.

Abrir las cajas donde duerme el belén siempre es un acto cargado de emoción. No son cajas al azar: guardan dentro pequeños tesoros familiares. En cuanto se levantan las tapas, todo se impregna de un olor que mezcla el papel viejo con el polvo amable y un eco de infancia inconfundible. Y ahí, entre figuritas envueltas en papel amarillento, aparece el recuerdo más tierno: el belén de la abuela.

Aquel belén no era perfecto, pero tenía una magia que ninguna tienda puede vender. Cada vez que iba a su casa, avanzaba un pastor, giraba un Rey Mago, acercaba una oveja al portal. Creía que nadie se daba cuenta, pero la abuela siempre sonreía cuando veía el cambio, como si tú y las figuras llevarais una conversación secreta. Muchas de aquellas figuritas ya no están: se rompieron entre manos pequeñas e impacientes de esa niña, fueron víctimas de una inocencia que no sabía medir su fuerza. Pero algunas, milagrosamente, han sobrevivido. Están hoy en esa caja, con sus golpes y sus cicatrices, como testigos de esa infancia de muchos que se cultivó también mientras se jugaba a construir un mundo diminuto donde todo era posible.

Poner el belén ahora es casi un acto de homenaje. Extiendes el papel de montaña, acomodas el musgo y, sin darte cuenta, buscas con la mirada esas figuras antiguas, como quien busca rostros queridos entre una multitud. Y cuando colocas al pastorcito que lleva desde tus primeros recuerdos, sientes que, por un instante, la abuela vuelve a estar ahí a pesar de la distancia, observando en silencio, orgullosa de que esa tradición siga viva.

Después llega el árbol. Se despliega con la solemnidad de un viejo ritual. En él no pueden faltar las bolas de colores, con brillos y ahora hasta tus personajes de ficción pueden tener un hueco en una rama. Es cierto que los tiempos cambian, pero el espíritu permanece. Cada adorno es un recuerdo, es una pequeña biografía, y es, sin duda, el recuerdo de alguna persona. Y cuando el abeto queda iluminado, parece que respira. Como si también él reconociera que diciembre ya se ha instalado en casa. Entonces suenan los villancicos. Los de siempre. Los que sonaban en la cocina de la abuela, mientras preparaba algo caliente. Los que tú, sin darte cuenta, sigues tarareando igual. Su melodía tiene esa capacidad misteriosa de ordenar las nostalgias, de traer de vuelta lo que se creía perdido, de encender una calidez que ninguna calefacción consigue.

El puente de diciembre no es sólo un alto en el camino. Es un regreso a quienes fuimos y a quienes nos enseñaron, con gestos sencillos, a amar la Navidad. Es el momento en el que todo se transforma, las casas recuperan su brillo interior, y, de algún modo, aunque a algunos les cueste reconocerlo, nosotros también.