GENTE CANSADA, OCUPADA, IMPACIENTE Y APRESURADA

 GENTE CANSADA, OCUPADA, IMPACIENTE Y APRESURADA

Domingo XXIV del tiempo litúrgico ordinario del ciclo A

17 de septiembre de 2023

Sacerdote Daniel Valdez García

Queridos hermanos y hermanas,

 

Nos encontramos celebrando el vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario, conmemorando el mes dedicado a la Biblia y a nuestra amada patria mexicana. Pronto nos preparamos para honrar a todos los santos y a los fieles difuntos, y luego, con la llegada del Adviento, iniciaremos el nuevo año eclesiástico o litúrgico.

 

El domingo pasado anuncié que en este día presentaría argumentos contundentes en respuesta a la pregunta sobre la relevancia de los sacerdotes en el mundo actual. Parece que nos estamos convirtiendo en una reliquia del pasado y que en esta era de globalización y tecnología ya no somos indispensables. Hoy, sin pretender ser un académico erudito, responderé con argumentos sólidos, evitando tanto el optimismo exagerado como el pesimismo deprimente. Mi enfoque será realista y equilibrado, consciente del momento presente. Agradezco de todo corazón sus aportes en estas reflexiones.

 

 

Durante la semana, he compartido reflexiones puntuales acerca de la violencia irracional que se ejerce contra los sacerdotes, como en los casos de Nigeria, Nicaragua y México. También he abordado el riesgo que implica vestir la indumentaria sagrada en medio de la intolerancia. Además, he hablado sobre la tentación de abandonar la parroquia debido a la carga que conlleva, algo que el venerable cura de Ars experimentó en tres ocasiones. Asimismo, he expresado que si un sacerdote no es capaz de transformar a la comunidad mediante la misericordia divina, lo ha perdido todo, ya que es la comunidad la que lo ha cambiado a él.

 

Ayer, hice referencia a cómo el sacerdote es el ministro de la misericordia, siendo él mismo, en tanto pecador, testigo de la gracia y el perdón que Dios le brinda, todo ello en la persona de Cristo.

 

Hoy, me permito presentar un modesto conjunto de interrogantes: ¿Cuál es la verdadera necesidad de los sacerdotes? ¿Acaso los psicólogos pueden ofrecer la comprensión necesaria de las conductas humanas, mientras los centros holísticos orientales y ancestrales se enfocan en el bienestar integral y el crecimiento espiritual? ¿No existen diversas especialidades médicas y medicinas alternativas para enfrentar las enfermedades? ¿Acaso los gobiernos y la política se encargan de resolver las diversas situaciones sociales? ¿Es cierto que la sociedad rechaza el sacrificio y busca rituales vacuos, olvidando el valor de los sacramentos?

 

 

Los pasajes del presente día representan un desafío arduo debido a las exigencias que se presentan. Sería de ayuda considerar el texto dentro de su contexto, ya que esto lo suavizaría en cierta medida, aunque únicamente de manera leve. La lectura inicial nos prepara para el pasaje evangélico y, de la carta a los romanos, extraemos una síntesis: “Jesús es el Soberano tanto de los vivos como de los muertos”.

 

El pasaje evangélico se encuentra entrelazado con parábolas y enseñanzas referentes al perdón. Jesús ha advertido que aquellos que se conviertan en una causa de pecado para un inocente recibirán un castigo riguroso. La parábola de la oveja perdida deja en claro que nadie queda excluido de la comunidad. Asimismo, con la parábola del siervo malvado, se nos insta a perdonar para poder ser perdonados. Pedro hace que Jesús revele hasta qué punto debemos llegar para perdonar, pues no es suficiente con setenta veces siete, sino que debe ser un perdón constante (cf. Amós 1-2; Mt 18,21). Quien perdona se libera de una carga y no realiza ningún favor a nadie más que a sí mismo. El perdón es el fruto pleno del amor.

 

 

Debemos ser cautelosos, pues la parábola narrada por Jesús no es una alegoría, y distorsionaríamos el significado del mensaje de Jesús si presionáramos en detalles superfluos. A modo de ejemplo, el rey simboliza la divinidad y la deuda resulta inabarcable. Cada jornada de libertad representa una mengua en la miseria. Es precisamente la misericordia divina la que nos redime de dicha miseria. Solo mediante un sincero agradecimiento por ser perdonados se nos torna factible perdonar de corazón a nuestros semejantes. Y precisamente este pasaje bíblico se erige como un faro luminoso que nos insta a valorar el don del sacerdocio concedido por Dios para perpetuar su presencia redentora en el mundo.

 

En su primera epístola a Timoteo, san Pablo asevera: “Quien aspire a ser sacerdote, antes que nada, ha de convertirse en un ‘hombre de Dios’” (6, 11). Por otro lado, el Papa san Juan XXIII aseveró: “El mundo anhela hombres sanos y santos. Más que sacerdotes instruidos, elocuentes y especializados, precisamos sacerdotes sanos para curar y santos para santificar” (27 de abril de 1962). Cualquier especialización que posea un sacerdote debe estar al servicio del mejor desempeño en su labor. La Eucaristía debe ser siempre un acto centrado en Dios y desprovisto de cualquier rasgo mundano. En todo su servicio pastoral, el sacerdote debe velar por la centralidad de la dignidad humana, ya que hombres y mujeres somos los sujetos portadores del Evangelio (cf. Mc 3, 1-6; Mt 18, 2-6). Jamás debe permitir que se agreda a la persona, por más pecadora que sea, sino que debe ahondar en el meollo del problema (Jn 7, 53-8,11).

 

 

Jesús se preocupó por el bienestar de los enfermos y su salud, por lo tanto, corresponde al sacerdote cuidar plenamente de ellos y velar por su bienestar preventivo, así como proporcionarles acompañamiento espiritual y sacramental. El sacerdote, investido con el poder divino, tiene la capacidad de conferir sacramentos de salud como la reconciliación y la unción.

 

La santidad divina se manifiesta como un tenue reflejo en cada uno de sus hijos, en los miembros de la Iglesia. En cuanto al sacerdote, es Jesús mismo quien irradia la impronta de su santidad a través de la gracia en cada una de sus acciones, más allá de los sacramentos. Jesús obra “ex opera operantis”, independientemente de los méritos del ministro. De igual manera, resulta arduo que tanto el sacerdote como la Iglesia católica puedan identificarse plenamente con algún tipo de gobierno, pues todas las instituciones tienen limitaciones. Lo mismo ocurre con los grupos sociales opuestos a la fe, la contracultura de la muerte. Asimismo, el sacerdote debe evitar verse envuelto en el estruendo virtual de las redes sociales y en reacciones impulsivas. Debe promover el análisis sereno, el juicio perspicaz, aportando argumentos sólidos y una reflexión profunda. El sacerdote es el guardián del “depositum fidei”, es decir, de Jesús mismo. No solo actúa como defensor de toda la doctrina de la Iglesia, sino como celebrante solemne de la liturgia y promotor de una vida digna en su comunidad. No ofrece oro ni plata, sino lo más valioso de Dios: a Jesús mismo, como se ve en Hechos 3,6-8. Por eso es sacramento de Cristo y da testimonio fiel de que hemos sido rescatados, perdonados y ennoblecidos por la preciosa sangre de Cristo (1 Pedro 1,18-23). Hay dos sacramentos que solo puede administrar un sacerdote: la consagración del Cuerpo y la Sangre de Cristo, y el perdón de los pecados (LG, 10.29). El sacerdote no existe para sí mismo, sino para Dios y, en Dios, para la comunidad.  Configurado con Cristo es alter Christus, otro Cristo. 

 

 

 

Que la excelsa Virgen María, quien otorgó a nuestra patria y nos legó libertad a través del sacrificio de su Hijo, interceda para que cada uno de los sacerdotes, elegidos como emisarios de los misterios divinos, perseveren fielmente en el cumplimiento de su encomienda, obrando con virtud y proclamando la verdad, entregando sin reservas su vida en pos de la salvación del rebaño encomendado a su cuidado, y anhelando servir en lugar de ser servidos. De tal manera que uniendo a la comunidad y al sacerdote en un solo corazón, no le falte al pastor la obediencia de su rebaño ni a los fieles la generosa solicitud de su pastor.

 

 

Amén, amén, Santísima Trinidad.