¿MINISTRO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA?

16 de Septiembre, santos Cornelio y Cipriano 

Sábado XXIII del tiempo ordinario, ciclo A 

Sacerdote Daniel Valdez García 

Queridos hermanos y hermanas!

 

,Me complace compartirles que durante los ejercicios espirituales he tenido la valiosa oportunidad de reflexionar sobre la trascendencia del sacerdocio en el contexto contemporáneo. En esta última semana, he ofrecido orientaciones y reflexiones, comenzando por el inquietante panorama en Nigeria. Ante la irracional marea de violencia, los sacerdotes se han visto sometidos a secuestros, amenazas y, en los casos más dolorosos, incluso a la muerte. También he profundizado en los riesgos que implica portar la vestimenta religiosa en entornos intolerantes.Además, he planteado la siguiente pregunta: ¿necesita nuestro mundo globalizado y tecnificado la presencia continua de los sacerdotes? También he abordado las tentaciones que acechan a aquellos que consideran abandonar el ministerio sacerdotal, cargado como está de la responsabilidad de ser instrumento de Dios en la vida parroquial. Este desafío se ha presentado en múltiples ocasiones, tal y como lo experimentó el santo cura de Ars en tres ocasiones distintas.Por último, en mi reflexión de ayer, me he centrado en la problemática actual que afrontan los sacerdotes misericordiosos. Si bien pueden ejercer un cambio significativo en la comunidad, corren el riesgo de perder todo si pierden su enfoque en Cristo y si la comunidad los percibe como demasiado indulgentes.Así pues, deseaba compartirles estas reflexiones, esperando que les resulten inspiradoras y propicien una mayor comprensión de la importante labor sacerdotal en nuestra sociedad actual

 

El pasaje del evangelio de San Juan que hemos escuchado hoy nos refiere la oración sacerdotal de Jesús por sus discípulos del presente y del futuro, y advierte de aquel que se perdió, concretamente se trata de Judas Iscariote. 

En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: -«Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como  nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que ellos mismos tengan mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (Jn 17, 11b-19). 

 

Esa sublime oración sacerdotal pronunciada por Jesús nos enfrenta a la elección que hizo de sus apóstoles, quienes distaban de ser lo más selecto y preparado. Ninguno de ellos estaba hecho de una materia exquisita, ni siquiera los más distinguidos o eruditos. Mayormente provenían de la provincia de Galilea, humildes pescadores, como Levi o Mateo, quien ejercía como publicano. También está Simón el zelota, conocido como un inquebrantable rebelde. Incluso Judas Iscariote, presumiblemente perteneciente a otro grupo disidente. Durante la pasión, Judas lo traicionó, Pedro lo negó y los demás huyeron aterrados. Tan solo Juan, el discípulo amado, permaneció fiel a Jesús hasta el último suspiro y su sepultura. Al parecer, los discípulos fueron decepcionantes, incluso en su incredulidad ante la resurrección. Sin embargo, el evento de Pentecostés sería el catalizador que los transformaría de cobardes a intrépidos predicadores, continuando así la misión de Jesús en la incipiente Iglesia.

 

En ocasiones, escuchamos a personas afirmar: ‘Yo no me confieso ante un hombre pecador como yo’. Sin embargo, es preciso comprender que los sacramentos actúan “ex opere operato”, lo cual implica que se despliegan gracias a la fuerza transformadora de la obra salvadora de Cristo, presente a través del sacramento. Es decir, las personas desconocen que el sacerdote actúa en la persona misma de Cristo, sus actos son “ex opera operantis”, resaltando así la eficacia de los sacramentos, pues el propio Cristo obra a través del sacerdote. En consecuencia, dichos sacramentos son válidos independientemente de los méritos del ministro. Bajo esta misma línea, el Papa san Juan Pablo II, en su carta apostólica de 2001 titulada “Misericordia Dei”, hace hincapié en que el sacerdote debe ser un instrumento y signo de comunión a través del sacramento de la misericordia, perpetuando así la misión de Cristo en el mundo.”

 

 En verdad, cuanto más el sacerdote se encuentre en un estado de divina gracia mayor será su capacidad para servir. Del mismo modo que observamos que los conductos que transportan el agua potable no parecen tan impecables en el exterior, pero al protegerlos de cualquier daño, nos proveen de agua en condiciones óptimas. Así también, la gracia sobrenatural potencia la eficacia de todos los sacramentos, no solamente el sacramento de la reconciliación y penitencia.

 

Es innegable que existen sacerdotes a los que no les agrada confesar, al igual que hay quienes acuden a acusar a otros sin saber cómo confesarse, lo cual no solo les perjudica a ellos, sino también a los demás. Para acercarnos al sacramento de la confesión, debemos asemejarnos al rey David en el Salmo 50, quien reconoció su pecado y se arrepintió diciendo: “Pequé, Señor, cometí la iniquidad que aborreces”. Incluso Judas Iscariote, al confesar su transgresión y tratar de remediar su falta, lamentablemente buscó consuelo en sacerdotes equivocados que tramaban la muerte de Cristo, en lugar de acudir directamente a Jesús. (Mt 27,5).

 

Además, como expresó el venerable cura de Ars: “La gente cree que los sacerdotes son santos, y eso no está bien, ya que también son pecadores necesitados de la gracia divina. Pero lo peor es cuando el sacerdote se considera a sí mismo santo”. Esta sabia cita, extraída del “Diario de un cura rural” de George Bernanos, nos recuerda que el sacerdote es un ministro de la reconciliación y la penitencia, un sacramento de curación al que acudimos porque el pecado mismo nos enferma. Este ministerio se ejerce con humildad y respeto hacia el pecador, ofreciendo ayuda en la confesión, pero nunca fomentando el pecado o indagando en demasía.

 

Siempre mantengo en lo más profundo de mi corazón el recuerdo de la primera persona a la que confesé. Mientras se arrodillaba y sin mirarme directamente, musitó:“Dios gracias por este sacerdote que me dará la salud que necesito mediante el perdón, digo a ti mis pecados, y a través de mi hermano sacerdote acepto la penitencia y recibió feliz la anhelada absolución”, luego hizo una hermosa confesión, vi su alma limpia y pura. Al final, le dije: “por favor reza siempre por mí, para que sea un buen confesor”.

 

San Juan María Vianney recomendaba fervientemente encomendar nuestras plegarias a la venerable Virgen María con el fin de realizar una confesión impecable y encontrar un confesor virtuoso, ya que ante ella suplicamos nosotros, humildes pecadores

 

Amén, amén, Santísima Trinidad.