El Único Dios Prehispánico
Por: Jesús Humberto López Aguilar
Cuando hacemos oídos a las historias que se cuentan de los tiempos prehispánicos, y más específicamente, a las formas de religión que entonces existían, nos imaginamos a un conjunto de civilizaciones adorando a los elementos de la naturaleza disfrazados de dioses.
Estamos familiarizados con Tláloc, el famoso dios de la lluvia, a Huitzilopochtli, dios del sol y de la guerra, así como con otras deidades mexicas que hoy prevalecen en la cultura popular.
Antes de llegar a esa superflua generalización de la cosmovisión de los antiguos habitantes de México, es preciso comprender que, aparte de los mexicas, existían otros muchos pueblos que convivieron con ellos y que tenían una visión mística propia, diferente de la que tenían los habitantes de México-Tenochtitlan.
Los mexicas eran un pueblo relativamente nuevo en el Valle de México que, según sus mitos, provenían de una ciudad legendaria llamada Aztlán. Su dios, Huitzilopochtli, tal como Yahvé exigió a los judíos, hizo vagar a los aztecas por las secas llanuras del norte de México durante muchos años. Mientras tanto, en el sur, la ciudad de Teotihuacán era misteriosamente abandonada por sus legítimos dueños.
Poco se sabe de aquella majestuosa metrópoli. De hecho, su nombre, cuyo significado es “ciudad donde fueron hechos los dioses”, le fue adjudicado por los propios mexicas, ya que el original ni siquiera se conoce.
Posterior a este hecho, un gran centro de cultura y arte era fundado al norte de esta urbe, su nombre era Tula. Aquí, producto de la influencia de un interesante personaje llamado Quetzalcóatl, homónimo y sacerdote del mismo Dios al que se adoraba en aquel lugar, se desarrollaron diferentes formas de expresión como la orfebrería, la alfarería, la poesía y el canto. Este personaje mítico defendió la existencia de un único dios, de naturaleza dual, conocido como Ometéotl. Este Dios, Dador de Vida, Dueño de Cerca y del Junto, Inventor de Hombres, estaba muy alejado de lo que los supersticiosos mexicas adoraban. Esto vendría a ser un importante motivo para replantear la historia, al tratarse de la existencia de una religión monoteísta en aquellas tierras antes de la introducción del cristianismo.
No obstante, en medio de ese esplendor, el sacerdote Quetzalcóatl se embarcó súbitamente hacia mares no conocidos y nunca se volvió a saber nada más de él. La civilización tolteca fue entrando poco a poco en decadencia, resultado de la entrada en escena de personajes que buscaron implantar cultos que requerían sacrificios humanos. En respuesta, comenzó una gran dispersión hacia la zona de los lagos del Valle de México, fundándose ciudades como Texcoco, Azcapotzalco y Culhuacán.
Los mexicas, siguiendo a su dios, llegaron a esta misma región, siendo mal recibidos por la gente que habitaba algunos de los pueblos recién mencionados. Sucedió hasta que encontraron la señal que había sido anunciada por su divinidad, el águila sobre un nopal devorando a una serpiente, cuando se establecieron en el islote donde tuvo lugar aquella escena y que era propiedad del señor de Azcapotzalco. Por muchos años, los mexicas fueron acosados por este pueblo. No fue hasta que su exterminio era inminente, cuando tomó protagonismo Tlacaélel, consejero del entonces rey de los mexicas. En vez de aceptar un sometimiento absoluto al señor de Azcapotzalco, forjó una alianza con los texcocanos y de manera inesperada, derrotó a sus enemigos. Este gran estadista fue también el artífice del espíritu guerrero mexica, forjando una religión cimentada en la guerra, además de que busco reescribir la historia de su pueblo mandando a incendiar los códices tanto propios, como los de los pueblos aledaños, para moldear el misticismo mexica a su conveniencia.
La historia está llena de momentos en donde, a través de la sana comunión del hombre con Dios y con lo que le rodeaba, las sociedades alcanzaron un magnífico esplendor. Si bien, son pobremente recordadas al quedar eclipsadas por las sociedades que alcanzaron la grandeza a través de las armas, valdría la pena tomar la filosofía que las llevó por la senda de la concordia. La doctrina del Único Dios es una de ellas, y no debe ser olvidada.
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