SANAR HERIDAS DURANTE LA CUARESMA 10

Viernes I de Cuaresma

Sacerdote Daniel Valdez García

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús.

La Cuaresma es un tiempo precioso para la oración y la conversión. Es un periodo en el que nos detenemos a mirar dentro de nosotros, con sinceridad y amor absoluto a Dios, para superar nuestras penas y celebrar la Pascua con un espíritu renovado.

Jesús nos ofrece el ejemplo más poderoso: antes de comenzar su ministerio, se retiró al desierto por cuarenta días, enfrentando las tentaciones del diablo. En este acto nos enseñó a enfrentar las pruebas de la vida y encontrar en su amor la esperanza que ilumina nuestro camino.

A través del profeta Ezequiel (18, 21-28), Dios nos habla al corazón: Él no desea la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva. Jesús en el Evangelio según san Mateo (5, 20-26) nos recuerda que debemos evitar el enojo y el desprecio, buscando en cambio la reconciliación.

Les he dicho que los viernes me centraré en el hermoso salmo 50, llamado “el miserere”, el cual rezamos todos los viernes en Laúdes, éste nos invita a refugiarnos en el amor misericordioso de Dios: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti”. Tan solo bastaría pedir a Dios que nos devuelva la alegría de la salvación, pues quienes hemos sido salvados querremos como Mateo que invitó a otros como él que pudieran ser salvados (9, 9-13); como el mismo Pablo que dice: “Maldito de mí sino evangelizo” (cf. 1 Co 9,16-19.22-23).

Aquellos que experimentan el tierno abrazo de la misericordia de Dios están llamados a compartirlo. Como testimonian el leproso, el paralítico, y el ciego sanados por Jesús, nuestra misión es salir al encuentro de otros, para que puedan sentir su amor y su paz. Quien ha recuperado la alegría de la salvación es “Iglesia en salida” que va al encuentro de otros para conozcan a Jesús, lo amen, lo sigan y lo sirvan.

Recuerdo una ocasión en mis primeros años como sacerdote. Mientras confesaba durante la Eucaristía, un hombre vino, quebrado por su pecado de infidelidad. Con cada confesión, veía su lucha y su deseo de cambiar. Un día, después de recibir el perdón, me abrazó llorando, agradeciéndome por ser un canal de misericordia. Al tiempo, llegó con su familia completa, agradeciéndome por ayudar a sanar su matrimonio. Fue un momento de pura gracia y testamenta del amor transformador de Dios.

Cada vez que me dispongo a confesar o me acerco al sacramento de la reconciliación, rezo el Salmo 50 con fervor, y digo dos veces: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti”.

Amén, Señor Jesús.