¿Saber o no saber?
Por: Jesús Humberto López Aguilar
Érase una vez una tierra feliz y prospera, cuyo principal orgullo es que había sido bendecida por el Creador como ninguna otra sobre la faz del mundo. Proveía todo lo necesario a cualquier ser que osara poner pie en ella. A ojos de sus habitantes, era una tierra diversa, pintada de colores, llena de sabores y colmada de tradiciones, producto de la fertilidad que otorgaba a cualquier pueblo que se asentara sobre ella.
Sin embargo, desde que los pueblos de los hombres comenzaron a habitarla, la tierra había ido adquiriendo un color que había empezado a eclipsar a los demás: el rojo. Por momentos, parecía que esa gran macha roja amenazaba con salir de la tierra para empezar a contaminar el aire con un fétido olor. Por otros, parecía remitir, y los colores volvían a ser visibles para sus habitantes.
Esa tierra había visto como era reclamada, primero, por unos hombres que la llenaron de construcciones de piedra. Luego, por unos extranjeros llegados de unas tierras grises del otro lado del mar, para, más tarde, ser reconocida por otros hombres que se sintieron orgullosos de ella y le dieron un nombre propio.
Estos últimos, no contentos con vivir a ella, comenzaron a luchar entre sí para adjudicarse el título de rey y unas décadas después, el de presidente, que, por esos tiempos, venía a ser lo mismo.
Las luchas entre esos hombres no hicieron más que arreciar. Los hombres de la bandera tricolor lucharon contra los hombres de la bandera de las barras y de las estrellas. Esto provoco que parte de esa tierra no perteneciera nunca más a los hombres de la bandera tricolor. No obstante, para esa tierra variopinta, no significo nada. A final de cuentas, la mancha roja iba a hacerse presente de cualquier forma.
La esperanza empezó a aflorar en el corazón de la tierra, después de otro derramamiento de sangre, los hombres inauguraron una nueva época al poner por escrito sus nuevas máximas de comportamiento. La tierra observó cómo los hombres hicieron alarde de su nuevo libro y llenaron de honores su anunciación.
No obstante, las peleas siguieron y la tierra tuvo que resignarse nuevamente ante tanta crueldad. Los avances que hicieron posible el vínculo de aquellos hombres con otros pueblos vinieron a agregar más oscuros intereses a los de que, ya de por sí, existían.
La historia de la tierra había estado plagada de altibajos. Algunos tiempos de gozo, en los que había visto prosperar a magníficos ecosistemas junto con pacíficas civilizaciones, pero la mayoría eran penosos lapsos, como en el que se veía enfrascada.
Podía soportar ver a esa mancha roja expandirse, pero a lo que nunca se pudo acostumbrar era al olor de la hipocresía. Observaba con profunda molestia como los unos engañaban a los otros con total naturalidad con tal de obtener poder e influencia. Le repugnaba ver cómo, con discursos vacíos, se engañaba a las masas. Le molestaba ser testigo de cómo los más fuertes se aprovechaban de los más débiles, quitándoles todo aquello que, con sudor y esfuerzo, habían conseguido. Se asqueaba al mirar como unos seres, conscientes de sí mismos, a diferencia de las otras criaturas a quienes también proveía, llevaran a cabo tantos actos premeditados de barbarie.
Tal fatalismo detuvo al fantasioso en la construcción de ese cúmulo de prosopopeyas. Así que, hastiado de sus pensamientos, le pregunto directamente a la tierra que opinaba de las escenas que tenían lugar sobre ella. La tierra, naturalmente, no se inmutó.
El fantasioso, en su desesperación, entendió que, como él en sus cavilaciones, la tierra es feliz en ese incomprendido caos. Asimilo que, tarde o temprano, el orden establecido por el Divino se impondrá en todos sus dominios, cumpliéndose la promesa que le hizo cuando le encomendó ser hogar de sus más pequeñas y, aparentemente, desamparadas criaturas.
Más bien que mal le vendría a aquel pobre hombre empezar a vivir desde sus ojos y no desde las alturas, donde pueda ver el caos que reina, por ahora, en esta tierra.
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