El desvarío y el encauce de nuestra identidad
Por: Jesús Humberto López Aguilar
Alguna vez en nuestra vida hemos escuchado o leído en algún lugar los verdaderos motivos de la insurgencia de los padres de nuestra patria. Un matiz de intereses que se ven reunidos en la protesta hacia los abusos de la Metrópoli (la España peninsular) y los latifundistas nativos (propietarios de las explotaciones agrarias). Sin embargo, los agentes de poder, como el Ejército, la Iglesia y los grandes propietarios, aplastaron sin titubear a Hidalgo, Morelos y a la casi totalidad de su movimiento, para más tarde, ante la toma del poder de los Borbones en España, aliarse con los remanentes de la insurrección por la amenaza que esto representaba para sus privilegios, y con esto, consumar la Independencia bajo el mando de un general criollo.
Han pasado 213 años, y cada vez festejamos la Independencia de nuestro país con más fulgor y desenfreno, con una leve pincelada de nacionalismo, que con un auténtico sentimiento de orgullo y pertenencia. Observamos banderas anunciándose desde las ventanillas de los vehículos que van y vienen por todas nuestras ciudades, puestos callejeros llenos de uno de los elementos del lábaro patrio, como si los mexicanos a guerra marcháramos y necesitáramos del cobijo de nuestro símbolo más destacado. En compañía de otros, se calientan nuestros ánimos al gritar ¡Viva México! Sintiéndonos orgullosos de todo lo que envuelve el ser mexicano, desde nuestra característica personalidad rebelde e impertinente, que siempre busca desafiar a todo lo que se nos impone, pasando por nuestro espíritu de lucha y resiliencia frente a los encontronazos que la vida nos pone en el camino, a la calidez que desbordamos en nuestro trato con todo aquel que es ajeno a nuestra cultura. Una identidad idealizada que, si bien, concuerda con la realidad en algunos aspectos, no deja de ser eso, una idealización. Generalizar es uno de los peores errores del ser humano, pero con ánimos de generar una mayor conciencia, se reformula la definición de nuestra identidad: Desde nuestra característica personalidad rebelde e impertinente, que cuestiona a toda ley o norma cuyo objetivo sea preservar nuestro bienestar, pasando por nuestro espíritu de lucha y resiliencia frente a los encontronazos que la vida nos pone en el camino, dispuestos a hacer todo por lograr nuestro objetivo, sin importar si alguien sale perjudicado por nuestras acciones, hasta llegar a la calidez que desbordamos en nuestro trato con todo aquel que es ajeno a nuestra cultura, mientras que, cuando somos testigos de las penurias que sufre otro mexicano nos mostramos indiferentes e incluso, lo juzgamos por su situación.
Como bien decía el gran Octavio Paz, la fiesta es para el mexicano un momento de liberación, en donde saca a relucir todo aquello que el resto del tiempo se guarda. Una fiesta en donde el mexicano grita, se ríe, llora, se divierte, se emborracha, pero, sobre todo, donde descarga su alma de los demonios, propios y extraños, que lo atormentan.
Los mexicanos somos energía pura, de eso no hay duda, pero ¿y que si la canalizáramos de mejor forma? Si en vez de que todo el año percibamos a la vida como un ente vil y cruel, la viéramos como una oportunidad para sentirnos plenos y en comunión con lo que nos rodea, sintiéndonos felices por lo que tenemos, más que por lo que anhelamos tener, además de descubrir que es más rentable vivir en el Amor (con mayúscula), habría muchas más razones para festejar cada 16 de septiembre.
Nuestro país es heterogéneo, nunca podrá existir una definición que encasille al mexicano, ya que, si no, se tendría que contar la historia de todos nosotros. Aunque cada mañana se busque remarcar aún más nuestras diferencias, debemos de estar seguros de que, aunque todos tengamos un origen distinto, podemos caminar hacia el mismo destino aportando lo que nos hace únicos e irreemplazables.
Me cuesta creer que el Creador tenga un pueblo favorito, pero el nuestro lo tiene todo para serlo. Escribamos de nuevo la historia, y celebremos con júbilo la Independencia de todo aquello que evita que nos veamos como hermanos.
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