SIN TON NI SON

Como comenté con anterioridad estoy leyendo acerca de la historia de Roma, que es fascinante, y en esta ocasión les voy a platicar de la considerada obra cumbre de la escritora francesa de origen belga Marguerite Yourcenar, “Memorias de Adriano”. Esta obra algunos prefieren llamar como las falsas Memorias de Adriano, pues se sabe que existieron unas Memorias que Adriano publicó en vida con el nombre de su liberto Flegón, hoy perdidas, y que sirvieron de base para dos de las fuentes clásicas sobre la vida del emperador: el capítulo correspondiente de la Historia romana de Dión Casio, y la Vita Hadriani, dentro de la Historia Augusta, escrita por Elio Esparciano.
La novela en cuestión pretende señalar las confesiones, consejos y reflexiones que el emperador Adriano hace a su nieto Marco Aurelio, quién habría de sucederle, y lo más sorprendente que rodea a esta novela, es que la escritora le dedicó casi treinta años de su vida. Por otro lado, la traducción al español es un magnífico trabajo del eminente escritor Julio Cortázar.
Memorias de Adriano es uno de los textos más esplendorosos y profundos de la literatura del pasado siglo XX, y también es precursora del prestigio que el género histórico ha gozado en las últimas décadas. La forma que utiliza Marguerite Yourcenar, que por cierto fue la primera mujer elegida para formar parte de la Academia Francesa, en 1980, es una larga epístola dirigida a Marco, donde permite que la voz del emperador Adriano fluya sin intermediarios y revele los acontecimientos de su vida pasada y su interioridad.
En esta novela, Yourcenar relata la biografía del emperador y el contexto histórico en el que surge y se desarrolla, pero también recrea un modo de ver el mundo y las formas en las que una mente como la de Adriano se relaciona con él, es decir, una filosofía de la vida.
En sus cuadernos de notas a las Memorias de Adriano, que aparece como apéndice del libro, Marguerite Yourcenar recupera una frase inolvidable de Flaubert: «Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre». Y añade: «Gran parte de mi vida transcurriría en el intento de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo».
Solo con su interioridad, vinculado con todo gracias a la posición privilegiada de quien puede abarcar en una mirada las fronteras de su imperio y la civilización, clásica y amada, que Roma extiende por el mundo, Adriano no se detiene en la narración de los hechos que se suceden en su vida: el yo examina su reinado y las campañas militares, reflexiona sobre las artes, recupera sus viajes, revive la pasión por el joven Antínoo y se enfrenta a la muerte.
Y si uno de los aciertos de Yourcenar consiste en «elegir el momento en el que el hombre que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de juzgarla», no cabe duda de que en el juicio que Adriano hace de su existencia a las puertas de la muerte afloran las distintas visiones del pensamiento antiguo, inflamadas, a su vez, de un amor exaltado por el ser humano y por el mundo.

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