Tiempo de reconstrucción

Por: Jesús Humberto López Aguilar

El cinismo, la mentira y la corrupción han alcanzado cotas nunca antes vistas en el seno del gobierno mexicano. Ni en los tiempos del desventuradamente famoso Enrique Peña Nieto, los integrantes de la clase política oficialista se rieron tanto en nuestras narices mientras se enriquecían a manos llenas.

Con el destape reciente del ahora llamado caso de “Huachicol Fiscal”, el desfalco más grande, por mucho, en la historia del país, el gobierno encabezado por el poder ejecutivo, ha sido objeto de un sinfín de cuestionamientos por parte de los diferentes medios de comunicación. Ante esto, la presidente Claudia Sheinbaum, en varias de sus conferencias matutinas en Palacio Nacional, más que indignarse por semejante escándalo, arremete una y otra vez contras los periodistas que osan cuestionar la honorabilidad de su administración. De la misma forma que un adolescente se disgusta al tiempo que sus padres lo confrontan por su rebeldía, la mandataria lo hace con todo aquel que no le proligue cumplidos o alabanzas por sus acciones. Algo alarmante, pues, después de todos los privilegios que el trabajo de millones de mexicanos le han otorgado, el sentido común dicta que debería de conducirse con humildad al rendirle cuentas a cualquier ciudadano. Por suerte (para ella y los de su casta), estamos en la tierra en donde el sentido común fue exiliado hace mucho tiempo.

Peor todavía es que, al verse refutada por hechos que demuestran los vicios de su gobierno, responsabiliza a las figuras del pasado por todos los problemas del país, replicando la fórmula utilizada por el presidente anterior, del que ahora estamos seguros, se puede decir que es el más corrupto que hemos tenido. 

Es realmente preocupante la senda por la que transita nuestra nación. A ojos del mundo, México es sinónimo de corrupción y violencia. Da la impresión de que, en nuestro territorio, como en ningún otro, el poder socavara la integridad moral de los individuos, reduciéndola a lo más vil de la condición humana.

Frente a esta situación, han surgido voces por todo lo ancho y largo del espectro político para contrarrestar esta ola de cinismo. Empresarios, políticos, académicos y ciudadanos comprometidos han alzado la voz, exigiendo transparencia, responsabilidad y un verdadero compromiso con la justicia. Sin embargo, estas demandas, más allá de contener auténticas soluciones para este presente tan turbulento, ensombrecen el panorama al dividir aún más a la sociedad. 

La verdadera transformación no puede reducirse a la denuncia individual ni al reproche constante. México necesita reencontrar un propósito común: un colectivismo consciente que priorice el bienestar de todos y no solo de unos cuantos.

Solo cuando la sociedad entienda que la prosperidad se mide por la calidad de vida, la justicia social y la salud del planeta, podremos aspirar a un futuro distinto. Es imperativo que dejemos de contemplar la economía como un fin en sí mismo y comencemos a verla como un medio para fortalecer la equidad y la sustentabilidad.

Invertir en educación, en energía limpia, en sistemas de transporte responsables con el ambiente, en comunidades resilientes, es sembrar las bases de un mundo más justo.

El cuidado del medio ambiente y la cooperación entre ciudadanos no son lujos: son requisitos para sobrevivir y florecer. Solo si colocamos al ser humano y al planeta por encima de la ambición y la codicia, podremos transformar la indignación en acción y la desesperanza en esperanza. México merece un proyecto colectivo que privilegie la integridad, la solidaridad y la vida misma, no la frivolidad, la riqueza o el indicador de bienestar promedio de una nación extremadamente desigual.

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