AGUA: LA ENCRUCIJADA ENTRE ENERGÍA Y ALIMENTOS

La relación entre el agua, la energía y los alimentos se ha convertido en uno de los ejes estratégicos más críticos para el desarrollo sostenible de las naciones. El llamado “nexo agua-energía-alimentos” es hoy un tema central en la agenda internacional, pues el crecimiento poblacional, el cambio climático y la presión sobre los recursos naturales obligan a replantear la manera en que producimos, consumimos y gestionamos este recurso vital. En México y el mundo, la seguridad energética y alimentaria depende directamente de la disponibilidad de agua en cantidad y calidad suficientes, lo que convierte a este tema en un desafío urgente.

La agricultura consume cerca del 70% del agua dulce extraída en el planeta, una cifra que da cuenta de la magnitud del desafío. En países como México, donde los sistemas de riego abarcan más de seis millones de hectáreas, la demanda de agua para la producción agrícola es enorme. Cada kilogramo de maíz requiere entre 900 y 1,200 litros de agua para ser cultivado; un kilo de carne de res puede demandar hasta 15,000 litros. Estos números muestran que garantizar la seguridad alimentaria no es posible sin una gestión eficiente del recurso hídrico.

El problema se agrava ante las sequías prolongadas que han afectado amplias zonas del país en los últimos años. En regiones del Bajío y del norte de México, los agricultores enfrentan reducciones de hasta el 40% en su producción debido a la falta de agua, lo que repercute directamente en el precio de los alimentos. En este contexto, la seguridad alimentaria se convierte en un asunto de seguridad nacional.

La producción de energía, por su parte, también depende del agua. Las centrales termoeléctricas requieren grandes volúmenes para enfriar sus sistemas; las hidroeléctricas necesitan caudales constantes para generar electricidad; y la extracción de combustibles fósiles o minerales está ligada a un consumo intensivo del recurso. Se estima que, a nivel global, el sector energético utiliza alrededor del 15% del agua disponible, una cifra que aumenta conforme se expande la demanda energética.

En México, la transición hacia energías renovables no está exenta de este dilema. La energía solar y eólica demandan poca agua para su operación, pero los proyectos de hidrógeno verde o el almacenamiento mediante baterías plantean nuevos retos en el uso del recurso. Mientras tanto, la caída en los niveles de las presas hidroeléctricas por la sequía limita la generación eléctrica, obligando a depender más de combustibles fósiles, con el consecuente impacto ambiental.

El cruce de estas demandas —alimentaria y energética— ha generado tensiones en distintas partes del mundo. En países de Medio Oriente y el norte de África, la escasez de agua limita tanto la agricultura como la producción energética, obligando a costosas importaciones de alimentos y combustibles. En México, los conflictos por el agua se han hecho visibles en estados como Chihuahua y Sonora, donde agricultores, comunidades y el sector energético disputan un recurso cada vez más escaso.

Estos conflictos ponen de manifiesto la necesidad de un enfoque integral: no es posible atender la seguridad energética sin comprometer la alimentaria, ni garantizar alimentos sin pensar en la energía necesaria para producirlos, transportarlos y procesarlos.

Frente a este panorama, organismos internacionales como la ONU han insistido en la urgencia de adoptar el nexo agua-energía-alimentos como política de Estado. En México, la Comisión Nacional del Agua (CONAGUA), la Secretaría de Energía (SENER) y la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER) enfrentan el reto de coordinar políticas que tradicionalmente se han manejado de forma aislada.

Algunas soluciones ya están en marcha: Tecnificación del riego agrícola, con sistemas de goteo y aspersión que permiten reducir hasta en 50% el consumo de agua. Reúso de aguas residuales tratadas para actividades agrícolas e industriales, disminuyendo la presión sobre fuentes naturales. Eficiencia energética en el bombeo y distribución de agua, que reduce costos y emisiones. Energías renovables en zonas rurales, que permiten abastecer comunidades y sistemas agrícolas sin depender de combustibles fósiles. El reto, sin embargo, va más allá de la tecnología. Requiere financiamiento, regulación clara, capacitación de productores y un cambio en los patrones de consumo de la sociedad.

El agua, la energía y los alimentos son más que recursos: son la base de la estabilidad social y económica. Sin agua no hay cultivos ni energía, y sin ellos se pone en riesgo la seguridad de millones de personas. El desafío del siglo XXI será encontrar un equilibrio que garantice el acceso equitativo y sostenible a estos bienes.

El futuro de la seguridad energética y alimentaria no se decidirá en las presas ni en los campos agrícolas de forma aislada, sino en la capacidad de los gobiernos, empresas y ciudadanos de comprender que todo está conectado. El agua es el hilo conductor de esta red vital; cuidarla es garantizar no solo nuestra alimentación y energía, sino nuestra supervivencia como sociedad.

PIENSA GLOBALMENTE, ACTÚA LOCALMENTE

Piensa en lo importante que es el agua para todo el planeta. Durante los siglos XX y XXI, los humanos hemos incrementado su uso en una tasa extraordinaria, dejando a La Naturaleza con menos disponibilidad. No esperemos a lo descrito en la serie “La Tierra sin humanos” Recuerden #SalvemosOjuelos.

Reciban un abrazo de su amigo, Luis Eduardo Mejía Pedrero. Comentarios al correo [email protected] Instagram @mejiapedrero Twitter @cuencalerma o por Facebook.