Cónclave: ¿El representante de Dios en la Tierra?

Por: Jesús Humberto López Aguilar

A lo largo de los últimos días, gran parte de la atención internacional se centró en el estado soberano más pequeño de todo el mundo: La Ciudad del Vaticano, la última teocracia de Europa. Esto a raíz de que se celebrara el cónclave que elegiría al nuevo sumo pontífice, máxima autoridad de la minúscula nación, después del fallecimiento del papa Francisco.

Para alegría de muchos fieles, el encuentro cardenalicio culminó apenas dos días después de su inicio con la elección del cardenal Robert Francis Prevost, quien asumiría el nombre de León XIV.

Aunque quien escribe no profesa la fe católica, ser testigo de cómo miles de personas contemplaban con emoción a un hombre en un balcón, tan imperfecto como cualquier otro, completamente llenas de esperanza, y este, a su vez, las miraba con los ojos vidriosos, sacudido por dentro por la distinción que se le confería, fue profundamente conmovedor.

Se trató de uno de esos escasos momentos en los que se puede llegar a olvidar toda la maldad y la crueldad del ser humano para enfocarse en la bondad, que también lo habita.

No obstante, como creyente asiduo de la religión del espíritu, que sostiene que la búsqueda de Dios es un acto profundamente personal e individual, me resulto difícil de escuchar, y aún más de aceptar, que se califique de santa a la institución que respalda al jerarca vaticano y a los personajes que lo integran.

El origen mismo de la doctrina que hoy rige a la iglesia romana se dio a través de un “pecador” excepcional: Pedro, el discípulo de Jesús de Nazaret. Y pongo pecador entre comillas porque alguien que negó a su maestro cuatro veces, tergiverso su mensaje y pidió a gritos durante gran parte de su experiencia carnal la muerte para los gentiles (los no judíos), bien podría ser considerado como tal por el credo del que hoy es una de sus máximas figuras. Sin embargo, no sería así desde el punto de vista de la visión espiritual que práctico, donde se da por hecho que el error está inscrito en la condición humana. Vivir, después de todo, es abrazar la imperfección.

Otro hecho que vino a desanimarme, luego de esos segundos en los que mi alma vibró al mismo son que el de todos los creyentes presentes en la Plaza de Pedro (sin el san porque no fue ningún santo), fue pensar que todos esos hombres y mujeres, ávidos de consuelo, busquen a Dios en la madera de las cruces, en la fría cantera de los templos o en las palabras de los religiosos que los presiden, cuando hemos sido dotados con el don más sublime de toda la existencia: la presencia de un Dios vivo, un Padre Amoroso que mora en el interior de todos los seres humanos, que está siempre allí para regocijarse con nosotros de nuestras alegrías, para llorar con nosotros nuestras penas, pero, sobre todo, para darnos consuelo en este mundo tan despiadado.

Si todos comprendieran que basta con dirigirnos a Él desde lo más profundo de la mente y del corazón, como se haría con un amigo, un padre o una madre, sin la necesidad de rezos impuestos, las instituciones religiosas se habrían ido a la quiebra hace mucho tiempo.

Ningún ser humano, por el simple hecho de portar vestiduras clericales o por haber pronunciado votos ante los ojos de los hombres, posee más derecho que otro para proclamarse, o ser proclamado, como el representante de Dios en la Tierra. En ese caso, todos los seríamos.

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