SANAR HERIDAS DURANTE LA CUARESMA 24

Viernes III de Cuaresma  

Sacerdote Daniel Valdez García  

Queridos hermanos y hermanas en Cristo,

Cada viernes reflexionamos profundamente en el Salmo 50, “El miserere”, el cual es querido por muchos santos, incluso por Martín Lutero. Decimos: “¡Ten piedad de mí, Señor, por tu amor, por tu gran compasión borra mis faltas! ¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!”. Acercarse a Dios con un corazón humilde es el camino hacia la conversión y la penitencia, un camino que seguimos en esta segunda parte de la Cuaresma, y hoy ya hemos llegado al día 24 de los cuarenta.

La Palabra de Dios nos anima a que nuestras prácticas de penitencia sean sinceras y no meramente una tradición repetida.

El profeta Oseas (14, 2-10) nos transmite el mensaje del Señor: “Israel, conviértete al Señor, tu Dios, pues tu maldad te ha hecho sucumbir. Arrepiéntanse y acérquense al Señor con sinceridad. Asiria no nos salvará, ni confiaré más en mi ejército. Sólo en Él encuentra piedad el huérfano. Yo, el Señor, perdonaré tus infidelidades y te amaré aunque no lo merezcas. Seré para Israel como el rocío; mi pueblo florecerá como el lirio”. Y así, cada uno estará bajo su sombra, prosperando y produciendo fruto.

En el evangelio según San Marcos (12, 28b-34), un escriba preguntó a Jesús cuál es el más importante de todos los mandamientos, y Jesús respondió que es el amor a Dios con todo el corazón, alma, mente y fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo. No hay mandamiento más grande que estos. Al reconocer que esto es más valioso que todos los sacrificios, Jesús le dice al escriba: “No estás lejos del Reino de Dios”.

Jesús, a instancias de un escriba y citando Deuteronomio 6, 4, respondió que el mayor de los mandamientos es el amor de Dios. Y luego, sin que se le hubiera preguntado, Él añade una segunda cita tomada de Levítico 19, 18, acerca del amor al prójimo: «No hay ningún mandamiento mayor que éstos». unificó todo en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo, devolviendo al amor su función original: facilitar el encuentro con Dios y entre los seres humanos. De esta forma le restituye al amor su función originaria: provocar el encuentro de Dios con los hombres y el encuentro de los hombres entre sí y con Dios.

Amén, Señor Jesús.