
Anestesia social
- Elva María Maya Marquez
- 25 marzo, 2025
- Columnas
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México, un país lleno de cultura, de tradiciones, de pueblos mágicos, de gente buena, pero también de fosas clandestinas y desaparecidos. Un lugar que desde hace décadas se ha acostumbrado a las masacres, a los enfrentamientos cada vez más violentos entre grupos criminales a plena luz del día. Al cobro de piso y al dominio del territorio por parte de grupos delincuenciales, quienes llegan a imponer sus reglas y hacen saber a los habitantes que no hay Estado ni Gobierno, la única ley que tiene valor y se respeta, es la de ellos.
Ante un escenario de violencia, confusión e indignación, es indispensable observar los hechos recientes con una perspectiva histórica, pues los hallazgos en el rancho Izaguirre de Teuchitlán, Jalisco, forman parte de una continuidad de sucesos que se han repetido a lo largo del tiempo y se tienen que analizar en conjunto. De intentarse ver como algo aislado no se puede comprender.
Por ello, quiero recordar “las masacres de San Fernando” en 2010 y 2011. En la primera; las víctimas fueron 72 migrantes ―58 hombres y 14 mujeres―. Se les asesinó por la espalda y sus cuerpos fueron apilados y abandonados a la intemperie, acelerando con ello su proceso de descomposición. De acuerdo con las investigaciones, las personas migrantes fueron secuestradas por el cártel de “Los Zetas” y retenidas en un rancho donde, al negarse a trabajar para el grupo, fueron asesinados. Al menos dos personas sobrevivieron, entre ellas un ecuatoriano quien fue herido de bala en la mandíbula y fingió estar muerto para que no lo remataran. El crimen fue cometido entre la noche del 22 y la madrugada del 23 de agosto de 2010 en el ejido del Huizachal, municipio tamaulipeco de San Fernando.
La masacre de los 72 migrantes de San Fernando, representó una escalada de violencia en el país, sin embargo, pese a su relevancia el gobierno mexicano no investigó exhaustivamente para dar con los responsables y hasta la fecha no hay indagatorias sobre la participación de los agentes del Estado y del crimen organizado (Peralta,2010).
Como si lo anterior no fuera suficiente, la historia se repite. En abril de 2011, en 47 fosas clandestinas, nuevamente en San Fernando, Tamaulipas, fueron encontrados 196 cadáveres: la mayoría eran de viajeros o migrantes interceptados en la carretera por el cártel de “Los Zetas” en complicidad con policías. Este hecho es conocido como la segunda masacre de San Fernando. De acuerdo con las indagatorias, 130 murieron como consecuencia de golpes con objetos contundentes (algunos infligidos por víctimas forzadas a hacerlo) y el 80% presentaba huellas de tortura.
Con base en la organización; “A dónde van los desaparecidos”, durante por lo menos siete meses el gobierno mexicano cedió a “Los Zetas” el control de esos caminos y la desgracia tocó especialmente a hombres jóvenes, mexicanos y extranjeros, que viajaban en autobuses o en autos particulares. Aunque familiares de las personas desaparecidas en ese municipio pusieron denuncias y avisaron a las autoridades estatales y federales de lo que ocurría, no hicieron nada para evitar las muertes.
El último caso que quiero presentar es el de Cadereyta. La madrugada del 13 de mayo de 2012, el Ejército reportó el hallazgo de 49 torsos humanos ―43 hombres y 6 mujeres― en el kilómetro 47 de la carretera Monterrey-Reynosa, del municipio de Cadereyta, en Nuevo León. Un grupo de la delincuencia organizada los secuestró y les arrancaron brazos, piernas y cabeza para impedir su identificación. Todos migrantes centroamericanos. “Aquellos 49 torsos encontrados fueron lanzados a la fosa común, pero la insistencia de los familiares, apoyados por la organización Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, los recuperó y los sacó del olvido” (Martínez, 2016).
Bajo este contexto ¿Qué pasó con la indignación de ese momento? ¿Dónde están las autoridades? ¿Qué se ha hecho para detener esta situación que parece no tener fin? Es esencial que como sociedad nos comprometamos a no olvidar, pues actuamos como si estuviéramos anestesiados ante la brutalidad y la barbarie.
La memoria de aquellos que han sido desaparecidos debe ser honrada, no solo con palabras, sino con acciones concretas que busquen combatir la impunidad y garantizar que no sigan cometiéndose tales atrocidades en nuestro país.