SANAR HERIDAS DURANTE LA CUARESMA 11

Sábado I de Cuaresma 

Sacerdote Daniel Valdez García

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Jesús.

En el libro del Deuteronomio (26, 16-19), Moisés dice al pueblo: “Serán un pueblo consagrado al Señor, tu Dios, como él te lo ha prometido”.

En el Evangelio según San Mateo (5, 43-48), Jesús nos dice: “Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto”. La perfección no es humana; lo humano es imperfecto. Ni siquiera los padres son perfectos. Entonces, ¿qué significa ser perfectos?

El amor humano revelado por Dios alcanza su dimensión más elevada y exigente. El amor lo puede todo. Jesús nos invita, pero no nos impone, a superar los límites de la limitada “justicia” humana. En el evangelio, “justicia” significa alinearse con la voluntad de Dios. Jesús nos llama a trascender esta justicia limitada, llevándonos a imitar al Padre celestial, quien ama sin límites, sin distinción ni medida. La caridad evangélica no es fácil ni sencilla; requiere verdadero heroísmo. Cristo es nuestro “punto de referencia y criterio de verdad”, como lo ha sido para todos los santos de la Iglesia. En la práctica, esto significa llegar a amar, hacer el bien e incluso orar, perdonar y amar a nuestros enemigos, algo que podemos considerar un “ayuno del corazón” (cf. Joel 2, 12; Juan 3, 7).

Las heridas más profundas a menudo las causan nuestros enemigos personales, que dejan cicatrices en nuestro corazón. Lo mismo sucede con los enemigos de la Iglesia, quienes siembran discordia y confusión. Sin un profundo autoconocimiento y sana autoestima, todo nos lastima. Cuando no conocemos a la Iglesia, no la amamos como a una madre, y los enemigos pueden confundir sus acciones con aquellas de las personas que deben asumir su propia responsabilidad. La Iglesia es santa por Jesucristo, pero también pecadora por nosotros. Cada uno de nosotros participa de la santidad de Jesucristo en el Cuerpo Místico de Cristo, y al pecar, hirviendo a la Iglesia, somos responsables. No hay Cristo sin cabeza, no hay Iglesia sin Cristo, su Cabeza.

La palabra “perfección” proviene del latín “per” (re) y “facere” (acción), que significa “realización”. Dios desea nuestra realización y nos dice: “Sean perfectos”; es decir, que nuestra realización sea llegar a ser hijos de Dios a su imagen y semejanza.

Amén, Señor Jesús.