La libertad y la imperativa necesidad de moderarla

Por: Jesús Humberto López Aguilar

Ante un mundo lleno de problemas y tribulaciones, se suelen achacar culpas a un sinfín de factores que son ya, de por sí, meras consecuencias de una situación primordial.

En el tremendo vendaval de opiniones que tiene lugar en los diferentes medios de comunicación, mantenerse sereno es una misión imposible, obligando a las personas a tomar una u otra postura que las haría caer en los blancos y negros del espectro, evitándoles, por consiguiente, templar su opinión de cara a un punto en específico.

Son los tejidos sensibles para la sociedad contemporánea todos aquellos términos con la palabra libertad en su composición los que han provocado el ascenso de la individualidad y la aprobación colectiva de sus desvaríos cuya consecuencia es el crecimiento desmesurado de corrientes ideológicas fundamentadas en banalidades materialistas, así como en las depravaciones de valores tradicionales. Si las llamadas libertades se hubieran sabido limitar, el presente sería muy diferente. Es vital hacer hincapié en que no se trata de prohibirlas ni controlarlas al antojo de unos pocos, sino de moderarlas a través de un consenso total.

Por ejemplo, el que hoy en día cualquier persona cuente con la posibilidad de ser leído y escuchado por una multitud de personas, sin que nadie sirva de moderador para revisar el contenido de sus mensajes, la veracidad de estos y su propio alcance, expone a personas con un criterio endeble a forjar puntos de vista sesgados e incompletos. De la manera en la que los doctores de la medicina y de la ley son obligados a cursar largos años de estudios para finalmente ser acreditados como tal mediante una cédula profesional, con la intención de que la aplicación de estas disciplinas no sean objeto de negligencias al estar unificadas en sus conocimientos fundamentales, la labor de comunicar e informar o tan siquiera la de opinar frente a un abanico de individuos de todas las edades, debe de ser organizada y moderada, no llevada a cabo por cualquier persona sin ningún ápice de amor por la verdad y la objetividad.

Por otro lado, la diversidad entre los diferentes grupos que conforman a la sociedad es causa por sí misma de conflictos. No es casualidad que, por un lado, en los países latinoamericanos, que se han caracterizado por estar conformados por individuos con usos y costumbres tan variados desde el mestizaje que ocurrió a la llegada de los españoles, haya tantos conflictos internos, desigualdad social y racismo en sus diferentes formas, mientras que en países de Europa Occidental haya habido más estabilidad socialmente hablando.

Que la población originaria de estos últimos resienta tanto el desorden causado por grupos migrantes dominantes (que buscan imponer su estilo de vida a la sociedad a la que llegan) recurriendo nuevamente a movimientos políticos ultranacionalistas que busquen redefinir, delimitar y acentuar tal o cual identidad nacional, solo comprueba la imperativa necesidad de unificar los valores fundamentales para homogeneizar a todas las sociedades.

Aunándose la intolerancia que parece consumir con mayor ahínco a las mayorías, no es viable dejar esta situación desentendida mucho más tiempo.

No es que el punto de quiebre definitivo vaya a ocurrir pronto, pero el crecimiento de la población y la poca capacidad de los Estados de controlar a sus gobernados, resquebrajará la frágil paz que aún mantiene la cohesión entre los diferentes grupos.

Es indispensable apuntar a un objetivo común. No es que antes lo hubiera, pero el objetivo EN común que tenía la mayoría de los anteriores miembros de las diversas sociedades era el de la supervivencia, el dejar una descendencia y, en algunos casos, la complacencia a una deidad.

La revolución de las expectativas vino a remover las mentes de las personas al exponerlos a una inmensa variedad de posibles destinos, provocando que la sensación de satisfacción sea una condición muy difícil a la cual acceder.

La libertad y sus términos relacionados no se deben de utilizar a la ligera, sin una máxima noble que sirva como guía a la sociedad, esta colapsará a la más mínima señal de desestabilidad.

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