Populismo vs democracia

Aquiles Córdova Morán

El mundo entero, con pocas excepciones, ha echado las campanas a vuelo por el triunfo de la democracia norteamericana, representada por Joe Biden, sobre el populismo autoritario, destructor, racista, misógino y xenófobo de Donald Trump. La humanidad se ha salvado, dicen, y ya podemos todos respirar tranquilamente.
El triunfo de Biden se explica, según algunos, por la fortaleza de las instituciones democráticas estadounidenses, respaldadas por una larga tradición de respeto a dichas instituciones y a las leyes del país, comenzando por su Constitución, por parte del pueblo norteamericano. Así pudieron resistir y triunfar de los ataques ideológicos y propagandísticos del populismo trumpista, incluido el asalto al Capitolio perpetrado el 6 de enero. La prensa en México nos advierte, además, que nuestras instituciones democráticas no presentan, ni de lejos, la misma fortaleza que las norteamericanas, y de ahí el riesgo de que aquí acabe imponiéndose la dictadura populista del presidente López Obrador.
Siempre me ha sorprendido el infantilismo con que nosotros, los mexicanos, hacemos nuestras las versiones para niños que suelen difundirse sobre importantes y complejos fenómenos del acontecer mundial y nacional. En el caso que nos ocupa, existe mucha información seria, incluso en Estados Unidos, que pone en claro que lo que allí ocurrió (y seguirá ocurriendo probablemente) está muy lejos de ser un duelo entre demócratas y populistas, empezando porque el régimen norteamericano no es una democracia, ni en la esencia ni en la forma. Lo primero, porque no garantiza el poder por el pueblo y para el pueblo, como reza la teoría clásica; por el contrario, asegura que tal poder jamás caiga en sus manos, por considerarlo incapaz de ejercerlo con prudencia y amplitud de miras. Lo segundo, la forma, impide que el resultado de una elección presidencial se defina por el voto de la mayoría. El pueblo de cada estado solo elige el número de delegados que lo representarán en el Colegio Electoral, que es quien tiene la última palabra, una palabra que puede ir en contra de la voluntad de sus electores. Democracia indirecta, la llaman sus exégetas.
Así pues, la cruda realidad es que el sistema norteamericano está pensado para servir a una pequeña pero poderosa oligarquía, integrada por los gigantescos capitales financieros de Wall Street, por los monopolios transnacionales de la industria y el comercio y por el poderosísimo complejo militar-industrial, cuyo negocio es la fabricación y la venta de armas, distintos medios de transporte y pertrechos de guerra. La conservación y el desarrollo de estos intereses ha sido siempre la tarea y el compromiso de republicanos y demócratas; y si, a lo largo del tiempo, la oligarquía se ha inclinado por unos o por otros, es porque así lo exige la coyuntura del momento o porque uno de los dos le ofrece un proyecto mejor para acrecentar su riqueza, por ejemplo, una regulación menor y más laxa de sus actividades, muchas de ellas al margen de la ley. Pero, gobiernen demócratas o republicanos, el poder siempre está a las órdenes de la oligarquía; el juego democrático solo sirve para ocultar tras él la dictadura del gran capital y de los señores de la guerra.