Radiografía del autoritario
- José Edgar Marín Pérez
- 20 junio, 2019
- Columnas
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El pasado día 18 de junio fuimos testigos del arranque de campaña del Presidente Donald J. Trump, para contender por un segundo mandato al frente de la Casa Blanca, un evento organizado en la ciudad de Orlando, Florida, que contó con la presencia de miles de seguidores republicanos provenientes de toda la Unión Americana. Efectuando un discurso en el que estuvo cobijado por su esposa, por el Vicepresidente Mike Pence, así como legisladores de su partido y funcionarios de su gobierno.
No obstante, lejos de la parafernalia y efervescencia lógica de un evento político de tal envergadura, llama la atención que el hoy Presidente arranca su campaña arriba de las preferencias electorales, por encima incluso de cualquier posible candidato demócrata.
Lo anterior, nos lleva a realizar un análisis lejano a las ideologías partidistas que dividen a los actores políticos, surgiendo el cuestionamiento: ¿Qué tienen en común Trump, Maduro, Evo Morales o Bashar al-Ásad?. La respuesta la encontramos en el ejercicio del poder de forma autoritaria. En este orden de ideas, para Hannah Arendt “el autoritarismo es una forma de gobernar en la que hay pluralismo limitado – pero que no desaparece – y aunque débil, existe una oposición. El Estado limita y restringe libertades, pero no las elimina del todo. Existe la sociedad civil y los partidos no necesariamente desaparecen, aunque quedan marginados. Los movimientos sociales – esencialmente los que cuestionan al gobierno – tampoco desaparecen, pero son silenciados” (Arendt, 1974, p. 650). De lo anterior, se desprende que el autoritarismo es la deformación en el ejercicio del poder que vulnera los derechos fundamentales del pueblo o un sector determinado, preponderantemente de la libertad de expresión, simplemente porque ésta última le es incómoda.
Siguiendo esta óptica, uno de los rasgos característicos del autoritario son las particularidades de su discurso, entendiendo a este como un mecanismo dentro de la comunicación. Habermas define este proceso como el “intercambio de signos y representaciones cognitivas. Su entorno es objetivado a través del símbolo y su único acceso es la expresión lingüística ordinaria” (Habermas, 1993, p. 27). Bajo este entendido, el discurso del autoritario, suele ser una pieza oratoria plagada de mentiras, de aforismos vacíos, una retórica intimidante, así como una apología para disfrazar la ignorancia y la obnubilación de la verdad, misma que vulnera toda sociedad en donde se consagre la libertad de pensamiento.
En otro orden de ideas, surge un nuevo cuestionamiento, ¿Cómo es la personalidad del autoritario?. Para responder dicha interrogante, Javier Vilchis desmenuza la identidad de éste como: “Un desesperado por el poder que oculta en su autocracia una infinita angustia de inseguridad en sí mismo y en sus creencias, angustia que enmascara con un fanatismo y una resolución dictatorial para demostrar que no solamente se es alguien, sino que históricamente es el ‘elegido’ para realizar el destino grandioso de su nación. En estos sujetos el poder enorme los enloquece: el narcisismo, la prepotencia o la megalomanía son los síntomas de su enfermedad. Son mandatarios maniqueístas que imponen el orden y el control por medio del terror y la manipulación” (Vilchis, 2005, p. 2). Siguiendo este tenor, se afirma que el autoritario no es más que un acomplejado por sus propias inseguridades producto de sus raíces, carencias, limitaciones y en muchas ocasiones incluso de su propio desarrollo psicosexual, sujeto que ostenta el ejercicio del poder que le es delegado, asumiéndose en mesiánica actitud, hasta caer al punto de intimidar, perseguir, sojuzgar y poner en riesgo la libertad individual y colectiva del elemento población al interior de una sociedad.
No obstante, ¿Cuál es el verdadero peligro de tener a un autoritario como el titular del ejercicio de un ente investido de poder público?, precisamente como lo ha enseñado el estudio de la Ciencia Política a través de la Teoría del Estado, es caer en formas totalitarias, en donde de forma absolutista el actor político o su camarilla cercana (Oligarquía), desvirtúan el ejercicio del poder convirtiéndose en un sistema controlador a ultranza, en donde además de verse restringidas las libertades, la concentración del poder llega a ser demasiada, hasta caer en modelos fascistas a través de los cuales la adoración de la personalidad del autoritario se vuelve en el credo asfixiante.
Finalmente, aunque al hablar de autoritarismo vengan a nuestras mentes personajes como Hitler, Stalin, Pol Pot, Mao o Pinochet. Lo cierto, es que diariamente lidiamos con personajes autoritarios, encontrándolos incluso en micro-sociedades como la familia, las escuelas, en el trabajo o grupos filosóficos, que lejos de una sana jerarquía, utilizan ésta para el uso generalizado del terror como sello distintivo. Por lo que el mecanismo para combatirlo es señalando estas conductas e involucrarnos en las acciones pertinentes para sancionarlas, de lo contrario estaremos convirtiéndonos en testigos silenciosos de injusticias y de un ignominioso destino que de forma amenazante pueda alcanzarnos.
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Referencias:
Arendt, H. (1974). Los orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus.
Habermas, J. (1993). Teoría de la acción comunicativa: Complementos y estudios previos. Madrid: Taurus.
Vilchis, J. (2005). Criminales Espirituales y Resentimiento Autócrata. (ITESM, Ed.) Razón y Palabra, 10 (45).