A mitad de la semana

¿Gentrificación: buena o mala?

Por: Julián Chávez Trueba

Sirvan estas palabras para que podamos abordar con mayor conocimiento los debates que se han puesto de moda en torno a este concepto: la “gentrificación”.

Para empezar, debemos entender que, según la RAE, la gentrificación es el proceso de renovación de una zona urbana, generalmente popular o deteriorada, que implica el desplazamiento de su población original por parte de otra con mayor poder adquisitivo. Sin embargo, esta definición no da cuenta del dolor cuando se vive en carne propia.

El término gentrificación nació en los años sesenta, acuñado por Ruth Glass, quien describía un fenómeno observado en Londres: los espacios habitacionales antes ocupados por la clase trabajadora en una zona al sur de la ciudad fueron paulatinamente transformados por inmigrantes polacos e irlandeses. Las grandes casas, así como los espacios públicos cercanos, comenzaron a ser habitados por personas con mayor poder adquisitivo.

La gentrificación se da de forma paulatina a lo largo de los años, con la llegada de personas ajenas al contexto social, cultural y económico de la zona. Cabe señalar que suele presentarse con el arribo de individuos con mayor poder adquisitivo, quienes inciden directamente en el consumo local. Esto, a su vez, genera cambios en los servicios y productos ofrecidos, lo cual provoca una transformación en la cultura de la zona, producto del desplazamiento de los pobladores originales.

Sin embargo, aunque la gentrificación es un fenómeno social, no se origina por el simple hecho de que un grupo social se apodere de una zona, como algunos lo han planteado como si fuera una voluntad voraz. En realidad, es el poder adquisitivo —es decir, la economía— lo que mueve a la sociedad. La gente que llega tiene gustos distintos y busca sus propios satisfactores; los comerciantes locales, en respuesta, hacen adecuaciones a los bienes y servicios. Así, por ejemplo, en lugar de vender salsas picantes, terminan ofreciendo versiones sin picante para atraer el capital de los foráneos.

Entonces, la gentrificación tiene un lado noble: la zona adquiere mayor valor. Se paga más, se consume más y se vende más, es la expresión más básica del fenómeno clásico de la oferta y la demanda; hay quienes se benefician de esta plusvalía.

El lado perverso es que la población originaria no puede competir con esos capitales, y su entorno cambia de manera drástica, afectando su calidad de vida. En muchos casos, no hay nada que puedan hacer. Además, la cultura local suele diluirse o desaparecer en estos procesos.

En colonias como la Condesa y la Roma, en la Ciudad de México, el fenómeno es mucho más visible, pues se trata de zonas habitadas por profesionistas de clase media o alta, capaces de impactar en redes sociales, pero nadie se ha quejado de San Miguel de Allende, repleto de europeos; ni de Acapulco, que vive del turismo; ni siquiera de la propia CDMX: aunque la película Roma, de Alfonso Cuarón, reveló este proceso de gentrificación, nadie se incomodó cuando Spectre, del agente 007, instauró el ahora famoso desfile del Día de Muertos, producto de nuestra cultura y de la gentrificación, de la necesidad de que los turistas nacionales y extranjeros vivan nuestro respeto y algarabía.

Queda mucho por reflexionar, pero sirvan estas líneas para ofrecer un contexto más amplio y no “satanizar” algo que es, en realidad, producto de lo que nosotros mismos deseamos —de forma involuntaria o, más bien, incomprendida.