La percepción general: el falso dios

Por: Jesús Humberto López Aguilar

¿Qué creemos y qué no creemos? Podemos creer en la veracidad de lo que nos cuenta un amigo cercano, en lo que asevera una autoridad a la que respetemos o lo que exponga un medio con una gran reputación. Sin embargo, habrá otra persona que no crea en lo que cuenta nuestro amigo, en lo que asevera una autoridad a la que nosotros respetemos, ni en lo que exponga un medio con una gran reputación.

¿De qué depende la credibilidad de un argumento? Del nivel de relevancia social que la persona o grupo que lo asevere posea (siendo este último cualquier organización o institución), del grado de filiación que tengamos con alguno de estos dos actores (no solo por vínculos, sino por la empatía que este llegue a generar en nosotros) y del balance de las capacidades de escepticismo y apertura de conciencia que exista en nosotros. La influencia de estos dos últimos factores puede opacar a la de los primeros dos en la medida que su proporción sea equivalente a la del otro. La natural consecuencia de un escepticismo desmedido es la ignorancia y la de una apertura de conciencia desproporcionada es el pensamiento agnóstico, donde no es posible creer en ningún argumento sin contradecir a otro.

Ubicándonos en el contexto actual, podemos decir que, a nivel colectivo, le otorgamos credibilidad a los argumentos de un individuo o conjunto, más por el grado de filiación que tengamos con él que por cualquier otro aspecto de los previamente mencionados. Esto no tiene por qué extrañarnos, ya que ha sido así desde el principio de los tiempos.

Volteando a ver a nuestra historia reciente se comprueba este postulado, cuando se ha buscado obrar por el bien y la justicia, que, ya por la mera existencia de intenciones honestas, se han acatado órdenes o aceptado explicaciones, sin detenerse a pensar en el trasfondo de estas. Hay que recordar eventos como el ascenso al poder de Hugo Chávez en Venezuela, la invasión a Medio Oriente por parte de Estados Unidos, o incluso, sin ir demasiado lejos, el discurso de una cuarta transformación en nuestro país. Todos estos hechos aprobados en su momento por la opinión pública, no por la rectitud de sus ideales, sino por el conjunto de sentimientos patrióticos con el que iban revestidos, generados por el discurso de el “ellos y nosotros”.

Tocando el material más sensible de nuestra humanidad, las emociones, es como las sociedades transmutan en una nueva versión de sí misma. El problema no es este, por sí solo, está ligado al nulo manejo que las personas hacemos de estas emociones. Olvidamos que más allá de ellas hay una razón, que no tiene voz por sí misma, sino que es producto de reflexiones fundadas en la experiencia. Adicionalmente, hay algo que está un más olvidado: la conciencia, cuya voz y, sin ningún reflector, nos entrega su juicio antes de cada acción que realizamos.

La crudeza de esta realidad no es entera culpa nuestra, ya que cada vez nos vemos más atosigados por situaciones que rompen con nuestra serenidad y nos introducen en un círculo vicioso en donde creemos que no existe nada fuera de él, es decir, problemas derivados de nuestras relaciones y otras actividades como el trabajo o la escuela, que son, en suma, nuestras obligaciones.

Los tiempos de ocio, que son los únicos momentos en donde podemos tomar algunas bocanadas de oxígeno para aguantar una nueva inmersión en la realidad y los cuales son fundamentales para el desarrollo creativo de nuevas ideas, son desperdiciados en vicios y demás actividades que atentan contra la integridad física y moral, propia y ajena.

En síntesis, es necesario fomentar el pensamiento crítico a partir de la tríada emoción-razón-conciencia, cuya correcta puesta en marcha equilibre el nivel de escepticismo y de apertura de conciencia, que, para infortunio nuestro, forman parte de nosotros en cantidades no mesuradas. Acto seguido, podremos ser acreedores para pensar por nosotros mismos, evitando recaer en el mismo círculo vicioso que nos hace adular a los dioses falsos de nuestra sociedad.

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