
Homogeneización cultural: Respuestas para un país en declive.
Por: Jesús Humberto López Aguilar
Desde sus cimientos, la vida social de nuestro país ha estado teñida, sobre todo, por una constante: el resentimiento. Vivimos en un territorio tan diverso y heterogéneo, culturalmente hablando, que, cada vez, el hilo de tolerancia que mantiene al país en un relativo orden se va haciendo más y más delgado. Tal es la dimensión del problema, que no tenemos que sentarnos a esperar para que se produzca un desenlace fatídico para comprobarlo, sino, simplemente, consultar las noticias más recientes para observar que todo lo que ocurre tiene su origen en una narrativa maniquea en donde un individuo o un grupo está en contra de otro por tal o cual motivo.
Hay pocas naciones en la Tierra que puedan “presumir” de tener una sociedad tan conflictiva como la nuestra. Y esto, naturalmente, se deriva de lo acontecido en su propio nacimiento. Después de trescientos años de Colonia en los que se mezclaron en el sistema social individuos con costumbres y tradiciones tan ajenas entre sí en forma y fondo, el sentido de identidad se perdió, haciendo que cada cual remara su barca para el sentido que mejor le parezca. No es casualidad que países como Alemania y Japón, junto con algunos otros, disfruten de una estabilidad interna moderada y proyecten hacia el exterior un sentido notable de unidad. Cada uno de los integrantes de su población se ajustó rigurosamente, a lo largo de procesos históricos sumamente complejos, a un sistema de creencias, conocimientos y normas. En suma, los elementos constitutivos de una cultura. Además, este fenómeno se vio potenciado por la aparición de amenazas externas en forma de pueblos extranjeros, cuyos modos contrastaban, de forma radical, con los propios de la zona, estimulando, con ello, la cohesión para defender un determinado estilo de vida.
En el caso del país nipón, es bien sabido que, hasta antes de los primeros contactos con los europeos, no existía un solo gobierno en el área que hoy en día lo constituye. Eran muchos señoríos samurái los que prevalecían en él, luchando entre sí para asimilar a los demás o para evitar ser absorbidos. Este panorama se mantuvo hasta que el riesgo de perder su soberanía frente a las grandes potencias imperiales los obligó a cerrarse ante el mundo para poder reorganizarse internamente y a adoptar, de manera selectiva, elementos del conocimiento y tecnología del exterior con el fin de resistir los embates coloniales que sentenció a la inestabilidad crónica a la mayor parte de los territorios conquistados fuera de Europa y entre los que se encuentra, como no, nuestro amado país.
Luego de aquellos tres siglos de mescolanza, nuestra joven república comenzó a involucrarse en el proceso de globalización del que ya ningún rincón del mundo estaba a salvo. Nuevas ideologías, corrientes de pensamiento y personas continuaron llegando, impidiendo que el crisol en ebullición de colores humanos terminara por asentarse y, por ende, derrumbando cualquier posibilidad de un proceso de unificación cultural como el descrito con anterioridad.
En la actualidad, en plena cúspide de dicho proceso de integración mundial, donde impera una pandemia cuyo mayor síntoma es la pérdida del sentido de pertenencia, y con un crecimiento poblacional casi explosivo, los conflictos entre los miles de subculturas que persisten en nuestra tierra no solo seguirán vigentes, sino que también se recrudecerán.
El destino de todas las demás naciones será prácticamente el mismo, aunque, con la diferencia, de que tardarán un poco más en alcanzar el punto crítico en el que nos encontramos. Estados Unidos y gran parte de Europa, principales destinos de los grandes flujos migratorios, ya comienzan a padecer las repercusiones de la desintegración social de la que estoy hablando. Por otra parte, los estados que prioricen en sus agendas la homogeneización cultural de sus ciudadanos, por encima de la búsqueda de fórmulas económicas arbitrarias o poco reflexionadas para alcanzar el llamado “Estado del Bienestar”, serán los que sobrevivirán en el largo plazo. Esa será la única solución mientras la humanidad no incorpore en su ADN, con carácter definitivo, el gen de la tolerancia.
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