Un totalitarismo de preceptos éticos y morales

Por: Jesús Humberto López Aguilar

“La impotencia de la razón como principio normativo y la eficiencia de la rectitud de los preceptos” Así sentenciaba Thomas Hobbes en el año 1651, al articular su Leviatán.

Podemos comprobar la certeza de las palabras del filósofo inglés recurriendo a nuestro conocimiento empírico, observando lo difícil que se pueden tornar algunas de nuestras interacciones cotidianas sin importar los esfuerzos de una de las partes por llegar a un razonamiento objetivo. Mientras que, por otro lado, tenemos la evidencia de creencias y prácticas, propias o ajenas, que nos pueden parecer absurdas, pero que se han mantenido por generaciones, no gracias a los dictámenes de la razón de aquellos individuos que las han conservado, sino a la fuerza con la que los preceptos de aquellas creencias y prácticas fueron impuestas en su conciencia.

Aunque hoy en día las religiones parecen tener códigos fútiles y llenos de vicios, en su momento fueron necesarias para detener la barbarie cometida por las sociedades de tiempos pasados, sirviendo como códigos civiles y penales mediante los cuales podía existir alguna forma de orden. 

En la sociedad contemporánea, la única fuente de preceptos sólidos proviene de los núcleos familiares. Proporcionan a los infantes un modelo ético, el cual pueden o no seguir. Adicionalmente, les dan las bases de sus propios valores morales, los cuales, de manera inevitable, adquieren consciente o inconscientemente. Menciono al núcleo familiar como única fuente, porque hoy, gran parte de las instituciones educativas, públicas o privadas, priorizan la transmisión de conocimientos, anteponiéndolo a la transmisión de valores sociales. Un terrible error que provocará el colapso de la sociedad en un futuro próximo, una premonición que nos ha entregado el estado actual del tejido social.

En las últimas décadas, nos hemos encariñado con ideales libertarios que han dividido y polarizado a la sociedad, dando cabida a la tremenda diversificación de realidades, resultando en una gran contraposición de opiniones y objetivos individuales. Y a pesar de que buscar una sociedad más igualitaria, justa y libre para todos sus miembros es un objetivo ya bien conocido, con las actuales políticas sociales, lo que se está gestando es todo lo contrario. Al tener acceso, gracias a la tecnología, a un sinfín de recursos y contenidos, las personas generan pensamientos y creencias sesgadas, así como obsesiones y vicios que los alejan por completo de una conciencia colectiva que los haga consensar empáticamente con otros para resolver los problemas que los aquejan.

No sería impertinente discutir una vez más el papel que debe de tener el Estado en este tema. A final de cuentas, su poder es la suma de las voluntades de las masas trasferida por acuerdo expreso o tácito a los gobernantes, por lo que, no revertir la situación recién mencionada implicaría su eventual destrucción.

La palabra totalitarismo nos trae muchos malos recuerdos por las experiencias que nos dejó el siglo XX, sin embargo, plantear un régimen político que imponga a la totalidad de sus gobernados una serie de preceptos éticos y morales que esten basados en el bien común no debe de generar pánico. Aún cuando los gobernantes cambien de manera constante resultado de un ejercicio democrático consciente y objetivo, esta serie de preceptos deberá de permanecer inalienable como política social, ascendiéndolo a un nivel de dogma que los individuos deberán de practicar durante toda su vida, sin excepciones. Esto involucraría no sólo al sistema educativo, sino a las organizaciones en general y por supuesto, a los núcleos familiares. Las consecuencias del no cumplimiento de estas políticas deberán desembocar en serias represalias por parte del Estado, reteniendo y castigando severamente a las personas violadoras de esta máxima, así como a la humillación y degradación pública.

Una sociedad como la mexicana está ávida de disciplina y control. No de opiniones, ni de decisiones, ni de acciones sin más, sino de aquellas que atenten contra la integridad y bienestar del prójimo, juzgadas de esta forma por un jurado compuesto por miembros de la sociedad con un pulcro historial de comportamiento, evitando de esta forma, un autoritarismo.

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