Hace cuatro años cenaba en la terraza de un restaurante del Paseo Montejo de la ciudad de Mérida, Yucatán, entre música de jazz y brindis con vino tinto, alcancé a ver la lánguida figura de un hombre que se movía entre las sombras de los árboles de ceiba, sin más se acercó al barandal que separaba la terraza del lugar con el andador peatonal para ofrecerme la venta de unas pulseras, mientras eso sucedía alcancé a ver que detrás de él se encontraban una mujer de la misma edad y dos niños, todos con aspecto famélico y enfermizo, entonces le pregunté: ¿La mujer y los niños son tu familia?, asintiendo con la cabeza, percatándome que la mujer hablaba con sus menores en una lengua aparentemente indígena, por lo que le pregunté: ¿Ustedes son mayas?, respondiéndome: ¡Sí somos mayas y tenemos SIDA!, sin tratar de ser invasivo indagué si recibían algún tratamiento antirretroviral, exclamando que sí, que hacía unos meses que habían descubierto su padecimiento. Asimismo, me contó que eran miembros de una comunidad maya internada en la selva cercana a Chichén Itzá, por lo que al enterarse sus vecinos que tenían SIDA, es decir, la fase crónica del virus VIH, fueron expulsados, viéndose obligados a migrar a la ciudad de Mérida para recibir tratamiento por parte de las autoridades sanitarias, pero que vivían en la calle y precisamente hacían esas pulseras para subsistir ya que nadie los empleaba por su padecimiento.