“La mayor gloria en la vida no consiste en no caer, sino en levantarnos cada vez que caemos”. Lucía Etxeberría

La fabulosa y mágica oportunidad que me ha presentado la vida al ejercer esta bella profesión del periodismo deportivo, me ha permitido a lo largo de más de 32 años de forma ininterrumpida conocer de cerca a demasiados deportistas, dirigentes, entrenadores y más, situación que ha impregnado en mi ser por los detalles de vida que me han dispensado. Muchos me decían que en el ejercicio profesional no se hacían amigos, si no tenías contacto que pudiera transformarse en ganar la nota y satisfacer las necesidades y obligaciones de los diversos medios de comunicación. Yo apelé a que, en efecto, primero haría mi trabajo y con ello poder ganarme la confianza de ellos y enseguida si alguien me dispensaba con la honrosa amistad, bienvenida, pero si era solo laboral, mostrar en todo momento un síntoma inequívoco de respeto a tope. Así llegaron infinidad de coberturas locales, estatales y nacionales y más tarde llegaron las internacionales. Pero sin duda alguna, las que marcan la vida de un reportero son las locales y aquellas de alta envergadura en territorio estatal.
Recuerdo fielmente cuando en a finales de los 80 y principios de los 90 se llevaba a cabo la denominada Vuelta Ciclista México, que reunía a lo mejor del mundo de la jaca de acero; así conocí de cerca a tres grandes exponentes en la rama varonil: Raúl Alcalá, Rosendo Ramos y Miguel Arroyo. A ellos tuve la oportunidad de arrancarles sonrisas y uno que otro enojo por sus carreras, obvio, no lo hacía con esa intención si no con la única salvedad de que era un mocoso que comenzaba a hilvanar preguntas para obtener una declaración. De a poco, creo, eso fue cambiando y conforme pasaban los años y nos encontrábamos, me saludaban, al menos con educción, nunca supe si con agrado o no, pero para mí era suficiente que con el correr del padre cronos, al menos me identificaran con mi micrófono, el cubo y mi camarógrafo.
Hago esta remembranza porque una vez más el luto no solamente inunda al mundo deportivo, a la sociedad en general y a una familia. No! Impacta directamente en quienes hemos tenido esa gloriosa fortuna de estrechar la mano, de brindar y recibir un abrazo y establecer una charla más allá de los micrófonos. Así fue con Arroyo, el “Halcón de Huamantla” quien falleció a los 53 años de edad por complicaciones de salud. A él tuve la chanza de entrevistarlo cuando ocurrió el certamen (desapareció, por cierto) de la Vuelta Estado de México. Con Arroyo tuve la inmensa gratificación de colocar el suéter de líder a un novato en la parada obligada en Santiago Tianguistengo, ahí charlamos largo y tenido, fuera de grabadoras, de mi libreta y de mi cámara. Ahí conocí a un tipo que solo me llevaba tres años de diferencia de edad, tal vez eso nos acercó un poco más. Me platicaba entonces de sus planes, sueños y anhelos de la internacionalización, de emerger como un grande en el extranjero, de firmar con un equipo profesional y darles a sus padres, a su familia una cómoda vida. Veía en su mirada esa firme intención de trascender fronteras y lo consiguió cuando rodó en la gran Tour de Francia, a pesar de haber logrado el lugar 48 en esa justa internacional. Aquello ocurrió en 1994 y su vida se transformó, pero nunca dejo de luchar por sus sueños…
Hoy su legado en su natal Tlaxcala, en todo México, pero sobre todo en el mundo del ciclismo es sinónimo de un auténtico guerrero, luchador incansable capaz de sobreponerse a todo y a todos menos a la muerte. Yace en otro nivel, se quedan muchas anécdotas, unas chuscas, otras tristes y unas más muy visionarias, pero siembra en todo aquel que le conocimos una esperanza de que a través del deporte se puede cambiar al mundo.
Descansa en Paz Miguel Arroyo “Halcón de bronce” como una vez le dije…
¡Pásenla bien!!!