JUEVES SANTO Ciclo B, 1º. de abril, 2021 CUARTA REFLEXIÓN SOBRE LA MUERTE DE JESÚS

Pbro. Dr. Daniel Valdez García 

INTRODUCCIÓN

Las anteriores reflexiones implicaron un conocimiento intelectual, ésta y las dos siguiente reflexiones implican el asunto motivacional.

En nuestro mundo se habla de males temporales y de males permanentes. Con todas sus salvedades, yo llego a comparar la muerte con la esterilidad de hombres o mujeres que puede ser pasajera (temporal) o permanente, pues aún no se define si esa esterilidad es una enfermedad o una discapacidad. De igual forma sucede con la muerte cuando nos preguntamos: ¿se pronostica o se dignóstica

Para un correcto diagnóstico clínico de la muerte del encéfalo hay un protocolo muy concreto; es un ejercicio de puro juicio práctico, y que como tal nunca puede dar certidumbre absoluta, debemos asumir que a pesar de la incertidumbre debemos tomar decisiones razonables y prudentes. 

Así que ahora, vamos a hablar de la muerte temporal humana y de la muerte temporal de Jesucristo.

 

1.     LA MUERTE TEMPORAL DEL SER HUMANO

La muerte como acontecimiento es pensable e imaginable puesto que la muerte es el límite temporal absoluto, de tal manera que nadie debiera decir: “en mi época”, sino hasta que haya muerto porque mientras se viva esta es nuestra época. Preciso más, decimos: “en la época de Jesús aconteció tal o cual cosa”, porque el acontecimiento de la muerte es el referente que lleva al nacimiento y a la resurrección partiendo la historia en dos: Antes de Cristo y Después de Cristo.

Esta existencia humana nos da la posiblidad de poder realizar hasta un gran sacrificio en lugar de tal o cual persona, pero en rigor nadie puede morir en lugar del otro. La muerte, como el nacimiento y el desarrollo, son únicos, personales e irrepetibles: nacemos solos y morimos solos. Nadie, en lo absoluto puede vivir ni morir por otro.

La singularidad radical que ofrece la muerte no puede ser entendida como una explicación biológica de la muerte. Ni todo el conocimiento de las ciencias basta para explicar el misterio de la vida, muchos menos el de la muerte. Por eso, podemos decir que la muerte temporal, para uno mismo, es inherentemente paradójica porque es la posibilidad imposible de evitar y la imposibilidad de recordarla temporalmente hablando. Esto parece un juego de palabras, pero no lo es, sino que es una descripción precisa y concisa.

Me permito compartir este poema del poeta y novelista austriaco Rainer Maria Rilke que ilustra muy bien la muerte temporal:

“Experiencia de la muerte”

No sabemos nada de ese irse allá,
que no comparte con nosotros. No tenemos razón
para mostrar admiración y amor u odio
a la muerte, a la que una boca de máscara
de trágico lamento deforma extrañamente.

Aún está el mundo lleno de papeles que representamos.
Mientras que nos preocupa si de verdad gustamos,
actúa igual la muerte, aunque no guste.

Pero cuando te fuiste, irrumpió en esta escena
una franja de realidad, a través de aquella grieta
por donde te marchaste: verde de verdad verde,
luz de sol verdadera, un bosque de verdad.

Seguimos actuando. Declamando la temerosa
y lo duramente aprendido, y elevando gestos
de vez en cuando; pero tu existencia alejada de nosotros,
apartada de nuestro drama, puede
a veces invadirnos, cayendo como un saber
de aquella realidad, de tal modo
que, arrebatados durante un rato,
representamos la vida, sin pensar en el aplauso.

 

2. LA MUERTE TEMPORAL DE JESUCRISTO

Al respecto, comienzo por citar el número 989 del Catecismo de la Iglesia Católica:  
“Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán para siempre con Cristo resucitado y que Él los resucitará en el último día (cf. Juan 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad:  “Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros (Romanos 8, 11; cf. 1 Tesalonisenses 4, 14; 1 Corintios 6, 14; 2 Corintios 4, 14; Filipenses 3, 10-11)”. Hasta aquí lo referente al Catecismo.

Por otro lado, desde finales del siglo XIX se ha insistido en el Jesús histórico y basados en los evangelios, la poca literatura extrabíblica y la casi nula existencia de vestigios arqueológicos hoy vamos a agregar a un autor poco mencionado, se trata de San Ignacio de Antioquía.

San Ignacio de Antiquioquía, así como san Policarpo de Esmirna son de los llamados “padres apostólicos”, porque ambos seguramente fueron discípulos muy cercanos al ápostol y evangelista san Juan. En concreto, las cartas de san Ignacio de Antioquía, por la crítica textual, se sabe que guardan gran similitud con el evangelio según san Juan y sus cartas, sobre todo con la tercera carta, incluso se ha llegado a pensar que san Ignacio de Antioquía es el autor de los llamados “textos joánicos”. Independientemente de eso, sus cartas son para nosotros una muy probable evidencia de que él es otro testigo ocular de la muerte temporal de Jesucristo y de su gloriosa resurrección.

Hemos de decir que para los dos primeros siglos la biblia de los discipulos de Jesucristo fue la misma Biblia hebrea que citó tantas veces el mismo Cristo; para el siglo II hay tantos textos que no había un canon que dijeran cuáles eran ortodoxos y cuáles heterodoxos, cuáles eran canónicos y cuáles apocrífos. Los escritos que conservamos de san Ignacio de Antioquía no son canónicos ni apocrífos, han quedado como escritos ortodoxos, y como ya insistí en que guardan gran semejanza con los del ápostol san Juan, reafirmó su gran importancia de ser citados por mí aquí y ahora.

Los cuatro evangelio, que pertencecen al llamado “periodo apostólico” que va de año 30 al 70 son muy claros sobre la muerte temporal de Jesús al describir con sus propio estilo su gloriosa resurreción. Aquí predominó la tradición oral y la enseñanza apostólica. El ápostol Pablo es el escritor más antiguo del Nuevo Testamento con sus cartas 1 y 2 Corintios, 1Tesalonicenses, Gálatas, , Filipenses, Filemón y Romano, que van del año 51 al 55. Del año 74, tras la guerra judía contra Roma, hasta el año 135 tenemos el “periodo sub-apotólico”, y cito a continuación el prólogo del Evangelio de Lucas, por ser un modelo de la tradición apostólica: “Puesto que muchos han intentado narrar orde- nadamente las cosas que se han verificado entre nosotros, tal como nos las han transmitido los que fueron desde el principio testigos oculares y servidores de la Palabra, he decidido yo también… escribírtelo por su orden, ilustre Teófilo… “ (1,1).

Y dejando de lado, por ahora, escritos como la carta a los corntios del Papa Clemente, el Pastor de Hermas y la Didajé o Doctrina de los Doce apóstoles, me centro en las Siete cartas de Ignacio, obispo de Antioquía: entre los años 107-110 (camino a Roma, ya condenado a muerte), quien finalmente Muere mártir en 110 en Roma, bajo el emperador Trajano (98-117). Ignacio fue el tercer obispo de Antioquía, después del apóstol Pedro y de Evodio. Nacido entre los años 30 al 35 en Siria, aparentemente conoció en su juventud a los apóstoles Pedro y Pablo. Es Ignacio (junto con Clemente y Policarpo) el único lazo que nos une históricamente con la época apostólica. Ignacio, de la escuela de Juan, confiesa que “Jesús vivió en su carne y que resucitó en su carne, que comió y bebió”. Por lo cual, la muerte de Jesús fue tempora, pues verdaderamente murió en su carne y resucitó en esa misma carne. Me disculpo de ser tan preciso, pero es casi imposible tratar en esta reflexión la importancia de esas siete carta que les invito a leer a todos ustedes.

 

CONCLUSION

La resurrección de Jesucristo en su carne mortal es el acontecimiento más importante de la historia, y el centro de la fe de toda la cristiandad. Dice san Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe» (1 Corintios 15, 14). De tal manera que el mensaje salvifico, el llamado “kérygma apostólico”, sin esta muerte y resurrección, sería pura palabrería, pregón vano y vacío, carente de sentido, el lenguaje de Ia sinrazón. Por lo cual les digo a todos lo que predicamos el Kerigma, que si nuestra motivación nos es ser testigos del Resucitado, sólo hemos dado una bonita plática que ha hecho llorar pero no hemos tocado los corazones de aquellos que han de tocar con sus almas la muerte temporal de Jesús y la dicha de verse unidos en el triunfo de su resurrección :dejándose tocar sus almas por el Resucitado, como lo hizo san Ignacio de Antioquia, hasta dar su propia vida.

La moderna idionsincracia, poco amiga de las cosas de Dios y de lo sobrenatural, es para quienes creemos en Cristo un desafío a la fe copiada, repetida e imitada para ser una fe educada y formada para ser compartida y participativa, y subrayo participativa porque el final del credo es lo que confesamos y cito el número 1002  del catecismo de la Iglesia Católica, que dice: “Si es verdad que Cristo nos resucitará en “el último día”, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo”. En la resurrección de Cristo está intrínsecamente implicada nuestra resurreción, puesto que resucitarán todas las personas que han muerto: “los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Juan 5, 29; cf. Daniel 12, 2).