MARTES SANTO Ciclo B, 29 de marzo, 2021 SEGUNDA REFLEXIÓN SOBRE LA MUERTE DE JESÚS

Pbro. Dr. Daniel Valdez García

 

INTRODUCCIÓN
Sin el amor perdemos la voluntad de vivir y empezamos a morir.
La muerte de Jesús es el acontecimiento más grande que ha ocurrido hace casi más de dos mil años, Jesucristo entregó su vida para darnos la oportunidad de tener vida eterna. No llena de amor al Padre y al Hijo porque llevaron a cabo el plan para salvarnos, dijo en la última cena anticipando su entrega: «Después tomó un pan y dio gracias a Dios, lo partió y lo día a ellos y les dijo esto es mi cuerpo que será dado para la salvación de muchos, sigan haciendo esto en conmemoración mía» (Lucas 22, 19-20).

1. LA MUERTE COMO REALIDAD HUMANA EN LA TEOLOGIA
Los evangelios dedican la mayor parte de su relato al proceso: muerte y sepultura de Jesús. Los evangelistas siguen el modelo paulino de tal narración (1 Coritios 15, 1-3; Romanos 1-14). Todo parece indicar que Pablo, tras la muerte de Jesús y su sepultura, concibió la resurrección según los tres modelos que encontraba en la tradición judía: Henoc «caminó con Dios y después desapareció porque Dios se lo llevó» (Génesis 5,24). «Moisés murió como lo había dispuesto el Señor, y lo enterró… y hasta la fecha nadie sabe dónde está enterrado» (Deuteronomio 34, 5-6) de modo que el pueblo creyó que no había muerto y estaba con el Señor. «Elías fue arrebatado por un carro de fuego y transportado vivo a la presencia de Dios» (2 Reyes 2, 11). Estos eran los modelos que tenía Pablo para comprender su experiencia de Jesús vivo a pesar de que había sido crucificado y sepultado.
Vida y muerte son un binomio intrínsecamente unidos el uno con el otro. Respecto a la vida hay mucho, pero mucho que decir aún porque al menos en este planeta donde nos movemos y existimos hay mucho más vida de la que hasta hoy en día hemos podido conocer e imaginar. Pero de la muerte sólo podemos hablar de modo indirecto y aproximativo. Yo mismo como profesional de la salud he leído y escuchado relatos de personas que supuestamente han muerto y han vuelto a la vida, y todos los relatos coinciden con lo que sucede a nivel neurotransmisores y las emisiones de distintas substancias bioquímicas que se segregan y se producen en el cerebro conectando con la mente luces, sonidos y sensaciones, por lo cual yo me atrevo a decir que sólo estuvieron muy cerca del acontecimiento de la muerte. Así es el código médico cuando se da el grito de alarma: “se nos va”; y se recurre a las maniobras de resucitación manuales o mecánicas; es más el protocolo de muerte cerebral dado por la Universidad de Cambridge es más un recurso para obtener donaciones de órganos que la evidente muerte cerebral como tal. Con esto no quito mérito a los logros médicos, sino que preciso que en la medicina aún hay muchas cosas inexplicables que no son milagros; y hay milagros que tampoco son explicables por la ciencia. Así que aunque hayamos experimentado la muerte como una inminencia inmediata, nadie puede referirse a ella como una experiencia hecha.
El tema de la muerte es amplísimo y me limitaré a dar sólo el argumento principal. La esperanza cristiana se define como esperanza en una plenitud de vida. La venida de Jesús que espera el cristiano es la del autor de la vida, del Señor de la vida que ofrece una vida eterna, es la del Resucitado en virtud de cuya resurrección seremos resucitados a una vida plena. Ahora bien, ¿cómo se comporta esta esperanza ante esa realidad ineludible que llamamos muerte?
Nuestra experiencia de vivir es también una confrontación anticipada con la muerte. Estar vivo y tener que morir son dos datos inseparables de la experiencia de ser humano, como dije al principio. No se trata de un mero punto de partida para pensar en la muerte, se trata de la situación que condiciona nuestra reflexión hasta el final. Vida y muerte se nos presentan como antípodas, como realidades contradictorias. En la vida nos situamos ante la muerte como la no-vida, como el término que acecha el estar vivo. No podemos, pues, referirnos a la muerte como un en si separado de la vida, sino como una realidad relativa a la vida. La muerte se nos presenta como el fin del estar vivos. No hay muerte si no hubo vida, y no habría vida eterna sino hubo muerte.

 

2. LA MUERTE DE CRISTO COMO FUENTE DE VIDA
Lo primero que aparece en los evangelios es la muerte que acecha a Jesús: Herodes los busca para matarlo; según san Mateo, el ángel dijo en sueños a José: «Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (2, 13-18). La gente de Nazaret intentó matar a Jesús (Lucas 4, 16-31). En pocas palabras, los cuatro evangelios advierten que los judíos quieren matar a Jesús, y las mejores precisiones sobre las decisiones de dar muerte a Jesús las hace el evangelio según san Juan (10, 22; 11, 45; 12, 11), las cuales se terminan de materializar en la sentencia de Pilato (Jn 19, 16) .
No obstante, Jesús anunció su muerte violenta y resurrección a sus discípulos por tres ocasiones (Marcos 8, 31; 9, 31; 10, 33-34 y paralelos en Mateo y Lucas), y narra la parábola de los viñadores homicidas (Marcos 12, 1-12). En el evangelio según san Juan hace varias alusiones a su muerte como factor que da la vida. Vale la pena recordarlas ahora: «La hora de Jesús» (2, 4; 7, 6. 30; 13, 1; 17, 1-3), «El buen pastor da la vida por las ovejas» (10); dijo a Judas sobre el perfume de nardos: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura» (12, 1-8); «si un grano de trigo cae en tierra y no muere, se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto» (12, 24); «amó a los suyos al extremo» (13, 1); «No hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos» (15, 13), este sencillo elenco de citas nos sirve para asegurar que todo el evangelio de Juan es un relato escatológico de la muerte de Jesús.

 

CONCLUSION
De manera especial, preferí elegir el pasaje que narra la resurrección de Lázaro porque suscita una reacción doble y es muy elocuente sobre la muerte de Jesús como fuente de vida. Muchos judíos llegan a la fe (11, 45), otros acuden a los fariseos, para que procedan contra Jesús (11, 46). El capítulo finaliza con una referencia a la fiesta cercana de la pascua y con una mención de los sumos sacerdotes y los fariseos, quienes habían dado órdenes de notificar la ubicación de Jesús para detenerlo (11, 55-57).
Por una parte, el aparato del poder se reúne, depositado en los líderes religiosos de la época de Jesús, para deliberar sobre el procedimiento a seguir contra Jesús. Y por la otra, él está dispuesto a dar su vida, según el relator, para juntar en uno a los hijos de Dios dispersos (11, 52). La voluntad de Jesús para dar vida es incluyente, mientras que el sandrín quiere excluirlo y darle muerte, porque la vida que da Jesús no es un acto de piedad o incluso de gran compasión, es la revelación del único que tiene poder para darla vida y volverla a tomar (13), como lo dice ampliamente en el pasaje del buen pastor. El énfasis está justamente en que Jesús va a morir para reunir en uno a los hijos de Dios dispersos (11, 51-52).
Dice el pasaje: «uno de ellos», refiriéndose al sumo sacerdote Caifás la muerte de Jesús es una consideración política (11, 49-50), para Jesús su muerte es la dimensión salvífica para incluir a los que están dispersos. Releamos varias veces ese fragmento es realmente impresionante:
«Pero uno de ellos, Caifás, que era el Sumo Sacerdote de aquel año, les dijo: “ustedes no saben nada, ni caen en la cuenta que nos conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación” Esto no lo dijo por su propia cuenta, sino que, como era Sumo Sacerdote aquel año, profetizó que Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos. Desde este día, decidieron darle muerte». La decisión cabeza de la relgión oficial de dar muerte a Jesús, es la ejecución de Dios para dar vida en uno a los hijos dispersos.
Comparto un bellísimo soneto a Cristo crucificado, cuyo autor permanece desconocido aunque se ha atribuido a varios, en nuestro caso nos puede ayudar a profundizar más en este misterio de la muerte de Jesús que da vida:
No me mueve, mi Dios, para quererte
el Cielo que me tienes prometido
ni me mueve el Infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor. Muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muévanme tus afrentas, y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera Cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera Infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.