Los pobres del mundo, víctimas más del sistema que del coronavirus

Aquiles Córdova Morán

La información es abrumadora: la tragedia humana que está causando el coronavirus SARS-COV-2 es incomparablemente mayor en los países con economías de libre mercado que en aquellos que, según los medios occidentales, viven bajo un régimen antidemocrático, gobernados por dictadores populistas que no respetan la libertad de sus ciudadanos. Basta comparar las cifras del total de contagiados y fallecidos a causa del letal virus en países como China, Rusia, Cuba, Vietnam, etc., con las del bloque occidental encabezado por los Estados Unidos. ¿Cuál es la explicación de estas cifras?
Poco a poco ha ido permeando la idea de que la explicación radica en la gran concentración de la riqueza mundial que el modelo neoliberal ha producido, a escala internacional, en unos cuantos países ricos, y al interior de todas las economías de libre mercado, en manos de una élite cada vez más pequeña pero cada vez más rica y poderosa. Esto es así porque el neoliberalismo deja definitivamente en manos del mercado la conducción de la producción y la distribución de la riqueza social, mientras impide al Estado toda acción tendiente a garantizar el bienestar de toda la población. La escuela neoliberal admite que el primer e inevitable fruto de su modelo es esta concentración de la riqueza, pero sostiene que eso permite a los grandes capitales crear todos los empleos que hagan falta, elevar los salarios y prestaciones de sus trabajadores y, con ello, mejorar su nivel de bienestar. La riqueza acumulada –dice– “gotea” hacia abajo, hacia los estratos inferiores de la pirámide social y, de ese modo, reparte la riqueza mejor que cualquier Estado.
Pero las cifras de las estadísticas económicas no avalan este optimismo. Esas cifras demuestran, sí, que la concentración de la riqueza ha alcanzado niveles no vistos antes del modelo neoliberal, pero también que el famoso “goteo” no se ve por ningún lado. En vez de eso, el número de pobres ha alcanzado cifras record y su pobreza se ha vuelto más aguda, más agresiva e intolerable que nunca. Además, las clases medias (bajas y altas) han perdido esa condición y han pasado a engrosar las filas de la pobreza. En México, por ejemplo, tan solo en un año de pandemia, doce millones de personas han sufrido ese proceso de pauperización. Por otro lado, los países opulentos se pueden contar con los dedos, mientras los pobres que forman la gran mayoría, luchan en vano por salir de esa situación, sometidos a los intereses de los países ricos.
La inacción del Estado en materia social y económica es causa de la ausencia casi total de programas oficiales para el mejoramiento de la vivienda, de la salud, de la educación y de servicios básicos, como agua entubada, drenaje, pavimentación y conservación del medio ambiente para las poblaciones marginadas. Esas poblaciones viven en cuchitriles estrechos, incómodos y sin adecuada ventilación; están excluidas de los servicios de salud; carecen de agua entubada, de drenaje sanitario y viven sin pavimento, sin espacios públicos limpios, verdes y gratuitos. En las grandes urbes, los pobres viven en ambientes fétidos, contaminados física, visual y auditivamente, con graves repercusiones en su salud física y espiritual. A todo esto hay que sumar el desempleo galopante, el subempleo, el empleo informal o el autoempleo. En México, por ejemplo, más del 50% de la población económicamente activa (PEA) se halla en esta última situación. Son millones los que sufren “pobreza laboral”, carecen de seguridad social, de estabilidad en el empleo y de pensiones de jubilación. Muchos no pueden adquirir la canasta básica y padecen hambre y desnutrición; se alimentan con productos chatarra y refrescos embotellados y son presa fácil de obesidad, diabetes, hipertensión y cardiopatías, que el sistema atribuye a su irresponsabilidad o a su ignorancia. ¿Qué de extraño tiene que, en este terreno abonado, la pandemia se haya desarrollado hasta alcanzar las dimensiones de tragedia que hoy vemos entre indignados y horrorizados?.